Un mundo lúgubre de soledad.

Stefan Zweig es un autor que entreteje cada palabra de forma magistral, de modo que crea una red que envuelve y atrapa irremediablemente al lector. En Carta de una desconocida (1922), el austríaco nos cuenta que R., un exitoso escritor que vive en Viena, recibe una voluminosa carta con un enigmático encabezamiento: «A ti, que nunca me has conocido».

«Me entregué ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo...».

Evidentemente, este misterio suscita un vivo interés en R. –también en el lector–, quien decide leer inmediatamente la misiva para conocer su contenido. ¡Y qué contenido! La carta es la abierta confesión de una ingenua admiración juvenil que terminó por convertirse en una auténtica patología, en una celosa obsesión que no dio ni un minuto de tregua a la joven y bella remitente. Pero la epístola es también un disparo por la espalda y con silenciador, la fría venganza de quien nunca se sintió reconocida por la persona a la que idealizó. Una larga retahíla marcada por el despecho y el rencor de quien teniendo apoyo, cualidades y oportunidades en la vida, decide caminar sobre las etéreas y engañosas nubes de los sueños: 


«No quería ser feliz ni estar contenta lejos de ti; yo misma me encerré en un mundo lúgubre de soledad en el que me atormentaba». 

 


Al tratarse de una carta, la única imagen que tenemos del seductor destinatario es la que fotografiaron los ojos de una mujer totalmente dolida y resentida. Porque, ¿qué culpa tiene R. de lo que hiciera o dejase de hacer en la imaginación de su platónica enamorada? Desde su adolescencia, fue ella, y solamente ella, quien otorgó las riendas de su vida a un hombre que apenas sabía de su existencia. Si hay algo que esta novela nos transmite no es sólo el peligro de vivir de espaldas a la realidad, sino también el modo en que una persona puede llegar a cambiar la vida de otra, para bien o para mal, sin ser ni siquiera consciente de ello. Algo similar sucede en Leporella, relato publicado en 1929 y que narra la historia de una sirvienta llamada Crescenz. Esta mujer tiene treinta y nueve años y carece de encanto alguno, pues a su mente aletargada se une un físico que el narrador tiende a animalizar constantemente:

 

«...Algo manifiestamente equino había en la expresión del labio inferior muy caído, en el óvalo a la vez alargado y duro del atezado rostro, en la mirada apagada y sin pestañas y, sobre todo, en los cabellos mugrientos, espesos y enmadejados con unto que le caían sobre la frente. También en sus andares se revelaba la tozudez y la pertinacia de mulo propias del penco de andadura...» (págs. 91-92).

 

 

«Y nadie nunca la había visto nunca reír; también en eso se parecía a los animales, pues –cosa quizá más cruel que la pérdida del habla– a las criaturas irracionales de Dios no les ha sido dado el don de la risa, esa bendita expresión de los sentimientos que brota espontáneamente» (pág. 93).

 

Crescenz comenzó a trabajar a los doce años y siempre lo hizo con mucho celo, pues el único objetivo de este ser mortecino era guardar cada sueldo ganado en una caja de madera y procurarse así una buena jubilación. No es hasta los treinta y siete años cuando comienza a trabajar en la casa del joven barón F., un casanova que se dedica a dilapidar la fortuna de su mujer. Evidentemente, esta situación es fuente de constantes discusiones entre los aristocráticos esposos, cuya existencia a gritos se tornó insoportable para la mayoría de los criados, pero no para la abnegada y asocial Crescenz: sus sentidos embotados la convirtieron en la sirvienta idónea para tan rencilloso hogar. Sin embargo, la entumecida vida de la criada, quien durante sus primeros días en Viena «tenía miedo de los coches, como las vacas de los automóviles» (pág. 95), cambia para siempre tras una intrascendente conversación con el barón F.

 

«Una persona había despertado en aquella bestia de carga reventada y fatigada, un ser sombrío, cerrado, astuto y peligroso, ensimismado y atareado, inquieto e intrigante» (pág. 118).

 

Desde entonces, Crescenz siente un desaforado afecto por F. al tiempo que un creciente odio por la baronesa; se convierte en un perro fiel que hace cualquier cosa por su amo, incluso buscarle, cual Leporello mozartiano, nuevas amantes.

 

«También por aquellos días, Crescenz recibió su nuevo nombre. Aquella alegre estudiante de canto, que estaba estudiando el papel de Doña Elvira y a la que daba por bromear convirtiendo a su cariñoso amigo en Don Juan, le había dicjo en una ocasión, riendo: “¡Llama a tu Leporella!”. El barón encontraba divertido ese nombre, precisamente porque parodiaba grotescamente a la flaca tirolesa, y a partir de aquel momento ya no la llamó de otro modo» (pág. 113).

 

Esta atmósfera grotesca no tardará en tornarse tremendamente sofocante, sobre todo cuando Crescenz / Leporella, que no vive a través de sus propios sentidos sino mediante los de su amo, siente que coartan la libertad de su dios particular. Tras percibir una serie de perturbadores gestos en su criada, el barón F. advierte que estuvo alimentando involuntariamente los más bajos instintos de una bestia: es el comienzo de una tensa y agotadora pesadilla.

 

En definitiva, tanto Carta de una desconocida como Leporella sumergen al lector en las mentes de personajes monomaníacos para mostrarle los peligros de vivir en un mundo de fantasía. Y es que, al final, la implacable realidad siempre pesa más que cualquier sueño.

 


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