Lucie-Smith, el psicoanálisis y el arte occidental.

 

 

1. INTRODUCCIÓN.

Edward Lucie-Smith (Jamaica, 1933) es un poeta, conservador y crítico de arte que cuenta en su haber con numerosos artículos, biografías y ensayos. Entre estos últimos, puede que uno de los más populares sea el titulado Sexuality in Western Art (1972), que fue traducido al español por Hugo Mariani para la Editorial Destino en 1992. El objetivo del autor en este libro es rastrear, desde una perspectiva psicoanalítica, el papel de la sexualidad y de los símbolos sexuales en el arte europeo occidental.

Desde la propia introducción, Lucie-Smith declara su intención de utilizar una terminología psicoanalítica, pues sostiene que «quizá no sea exagerado decir que ahora sentimos que el individuo es más fácilmente definido como tal mediante un examen de sus fantasías e impulsos eróticos» (p. 163). El enfoque psicológico para el estudio de la Historia del Arte deriva del psicoanálisis de Sigmund Freud (1856 - 1939), que supuso el primer intento de investigar la estructura de la psique de una manera científica: del mismo modo que la arqueología desentierra los testimonios del pasado de la humanidad, el psicoanálisis sacaría a la luz el pasado de la mente de los individuos.

Para el psiquiatra austríaco, el origen del arte está en el psiquismo del artista, a quien no considera un genio sino un hombre común que es capaz de transformar sus impulsos primarios mediante el mecanismo de la sublimación, esto es, un individuo que puede transponer actitudes y acciones de una esfera a otra –de la psique reprimida a la obra de arte, en este caso–. Por tanto, el arte es un sustituto de las fantasías producidas por el inconsciente del artista: un punto intermedio entre la realidad y la imaginación –de ahí que «una obra de arte puede estar llena de sentimiento sexual sin representación de la actividad sexual» (p. 7)–. Asimismo, este proceso tiene su eco en el espectador, quien sentiría un profundo placer estético al advertir e identificar las fantasías reprimidas del artista, que serían también las suyas. Por tanto, Freud sentó en el diván del psicoanalista no sólo al artista y su obra, sino también al espectador.

Con esta doctrina de fondo, Edward Lucie-Smith articula su estudio en dos partes, a saber, una dedicada a contextualizar las obras que convoca en su ensayo, y una segunda destinada a agruparlas en función de los símbolos eróticos que presentan.


2. IDEAS PRINCIPALES DE LA PRIMERA PARTE.

Lucie-Smith comienza su estudio resaltando la estrecha vinculación de lo erótico y de lo sagrado existente en el arte paleolítico y de las culturas de la antigüedad egipcia y grecorromana. Muestra de ello serían, por ejemplo, las Venus prehistóricas (Willendorf, Laussel…), figuras femeninas en las que se exageran intencionadamente ciertos detalles anatómicos con el objeto de ejercer una influencia mágica sobre la fertilidad


Venus de Willendorf.


En el arte medieval, además de las primeras escenas de voyeurismo, el autor destaca las numerosas escenas eróticas con tintes sádicos que estarían destinadas a condenar ciertas prácticas. No obstante, también advierte obras con un claro contenido erótico y que no parecen contener una condena implícita.

Durante la Edad Moderna, la presencia del erotismo en el arte estaría justificada a través de la representación de temas mitológicos o bíblicos. Esto quiere decir que las fuerzas eróticas se disfrazan, si bien algunas obras, a juicio del autor, muestran una notable ambigüedad (por ejemplo, El éxtasis de Santa Teresa ejecutado por Gianlorenzo Bernini entre 1645 y 1652).

Dánae recibiendo la lluvia de oro (1553), por Tiziano. Museo del Prado (Madrid).
 

La representación de lo erótico experimenta un cambio sustancial en el siglo XIX como consecuencia del énfasis en la individualidad y los registros más realistas de la vida erótica (prostíbulos, cabarets…), visibles en las obras de Toulouse-Lautrec, Degas, Zola y Flaubert, entre otros. Por último, el autor señala que la libre expresión de la vida erótica por parte del artista es cada vez mayor desde la Segunda Guerra Mundial.


La inspección médica (1894), por Toulouse-Lautrec. National Gallery of Art (Washington D.C.).

 

3. IDEAS PRINCIPALES DE LA SEGUNDA PARTE.

En la segunda parte, el autor agrupa las obras artísticas en función del simbolismo erótico presente en ellas. Estos símbolos pueden ser conscientes o inconscientes, ya que, según Lucie-Smith, «una obra de arte puede estar llena de sentimiento sexual sin representación de actividad sexual» (p. 7). De este modo, encontramos un primer grupo de obras que responden al tema del voyeur, esto es, de quien observa una acción pero alejado de ella, participando únicamente con su fantasía: «sus satisfacciones llegan a él, no a través de lo que hace, sino a través de lo que ve que se hace (o que se va a hacer)» (p. 171). Este voyeur suele ser un hombre que, en ocasiones, muestra evidentes sentimientos de culpabilidad. Así lo observamos en el lienzo Diana y Acteón (1556 - 1559), de Tiziano. 


Diana y Acteón (1556 - 1559), por Tiziano. National Gallery (Londres).

Pero no solo la mitología grecorromana brindó a los artistas un amplio abanico de temas que ilustran el impulso voyeurista: el Antiguo Testamento contiene una serie de episodios que, como «Susana y los viejos», permitieron a los creadores plasmar a estos mirones de la intimidad ajena. Para Lucie-Smith, la enseñanza moralizante que pueda extraerse de estos temas es secundaria y su representación encubriría la verdadera intencionalidad del artista, que es sublimar sus impulsos primarios.

 

Susana, esposa de Yoakim, «dijo a las doncellas: “traedme el aceite y los perfumes y cerrad la puerta del jardín para que pueda bañarme”. Ellas hicieron como les dijo (…); pero nada sabían de los ancianos que estaban escondidos. Apenas se fueron las doncellas, se levantaron los dos viejos y se precipitaron hacia ella, diciéndole: “mira, las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros ardemos en pasión por ti; consiente, pues, y entrégate a nosotros; si no, testificaremos contra ti, diciendo que un joven estaba contigo y que por eso despediste a las doncellas”» (Dn 13, 15 - 21). En la imagen, Susana y los viejos (1560 - 1565), por Tintoretto. Museo de Historia del Arte (Viena).

 

Dentro del voyeurismo, Lucie-Smith advierte que las escenas lésbicas están ampliamente representadas, lo cual explica siguiendo, una vez más, a Freud: «el arte erótico, en su mayor parte, se dirige a hombres (…). El interés voyerista por el lesbianismo está directamente relacionado con el miedo a la castración del propio voyer. Una mujer que actúa como si ella realmente tuviera un pene es, para el observador, un espectáculo tranquilizante, de esa manera es menos probable que ella ponga a prueba, o le robe, el de él» (p. 203). Dicho de un modo muy psicoanalítico: el hombre sentiría tranquilidad mediante la contemplación de dichas escenas en tanto que no le harían temer su propia castración.

 

El sofá (h. 1893), por Toulouse-Lautrec. Metropolitan Museum of Art (Nueva York).
 

Este miedo a la castración –a la mujer castradora– que, como Freud, el autor parece querer asociar a la homosexualidad masculina (p. 231), constituiría el siguiente simbolismo erótico más habitual en el arte occidental. Según Lucie-Smith, «la gran cantidad de pinturas supervivientes que representan a Salomé, Judit y el joven David confirman la importancia del tema» (p. 227). Y más adelante añade que la historia de David y la cabeza de Goliat debe «interpretarse como una manifestación de sentimientos edípicos. Pero también es posible, creo, interpretar algunas de ellas, al menos, como variaciones homosexuales sobre los temas de Judit y Salomé» (p. 234).

 

Judit (1901), por Gustav Klimt. Belvedere (Viena).


En relación a la mujer castradora estaría la «madre absorbente» (p. 213), un simbolismo que se representaría en todas aquellas obras en las que un valiente héroe salva a la doncella de las fauces de dragones y serpientes. A pesar de que el autor no deja de mencionar que la serpiente es un símbolo eminentemente fálico, en este capítulo asocia la boca del reptil con una «vagina dentata» (p. 212). Para intentar salvar esta contradicción, Lucie-Smith señala que «los símbolos de este tipo no tienen una equivalencia exacta con alegorías racionalmente elaboradas» (p. 242), además de que «el simbolismo de las obras comentadas en este capítulo es en su mayor parte inconsciente: el artista habla un lenguaje que no conoce totalmente» (p. 249) –el creador de la obra no conoce completamente su lenguaje ni sabe lo que quiere expresar realmente, pero los críticos psicoanalistas que lo comentan, sí… ¡Qué curioso!–.


Rugiero y Angélica (1819), por Ingres. Museo del Louvre (París).

 

En el siguiente grupo se incluyen todos aquellas obras que representan explícitamente el acto sexual, casi siempre, tal y como ya mencionamos líneas más arriba, con el pretexto de alguna historia de la mitología o de la Biblia. El autor llama la atención sobre el hecho de que, en casi todas las escenas, existen componentes violentos y sadomasoquistas (p. 194), los cuales están presentes, por ejemplo, en todos los lienzos que ilustran la dramática historia de Lucrecia. Por tanto, en el arte se expresaría no sólo el miedo a la mujer, sino también un gran desprecio y violencia hacia la misma. Lucie-Smith también observa la tendencia a resaltar componentes como lo andrógino, la diferencia de edad e,  incluso, lo escatológico.

 

Tarquino y Lucrecia (h. 1571), por Tiziano. Fitzwilliam Museum.

Finaliza el libro con un capítulo en el que habla del arte feminista y homosexual del siglo XX, así como de algunos de sus representantes –Judy Chicago, Robert Mapplethorpe…–, quienes manifestarían en sus obras nuevas percepciones de la sexualidad (p. 266). Sin embargo, advierte que, como en otros momentos de la historia de Occidente, «las protestas de liberación contra la represión de la sexualidad (…) todavía están regularmente emparejadas con imágenes que subrayan la transitoriedad, el dolor y el horror. Es esta dualidad lo que distingue las actitudes occidentales de sus equivalentes en otras culturas» (p. 273).



4. CONCLUSIONES.

Lo que valoro de este libro es lo ampliamente ilustrado que está, ya que pueden contemplarse casi todas –si no todas– las obras de arte que se mencionan a lo largo del texto. Además, veintinueve de las ilustraciones están impresas en color, lo que facilita el seguimiento de las ideas del autor. Sin embargo, creo que la aplicación del psicoanálisis al estudio del arte ha dado lugar a notables y novelísticos excesos –y este libro no es una excepción– por parte de los intérpretes de dicho enfoque: el arte es demasiado complejo como para reducirlo a un símbolo sexual y sumamente racional como para afirmar que obedece al inconsciente.

La labor del investigador del arte queda reducida, en el psicoanálisis, a la del detective que busca pistas ocultas, pero que son de poca importancia para el estudio en cuestión: su tarea consiste en hallar huellas impresas en las obras que revelen las represiones del creador, a quien desmitifican para considerarlo casi como un neurótico. Y digo casi porque esta corriente considera que el artista, a diferencia del neurótico, no se queda encerrado en sí mismo, sino que es capaz de tender, mediante el mecanismo de la sublimación, un puente a la realidad.

Por tanto, es un enfoque eminentemente especulativo que ignora de forma flagrante otros aspectos relevantes para el estudio del arte como son el contexto, los mecenas, la finalidad de la obra, la técnica, etc. Aunque el autor intenta salvar esta deficiencia en la primera parte del libro, lo que en realidad hace es un breve repaso de la «fuerza erótica» que emanan las obras de arte que convoca en su ensayo, resaltando la «sensualidad técnica» –las expresiones entrecomilladas son habituales a lo largo del texto– de algunos creadores e incidiendo en la represión o no del erotismo en un determinado medio social en función de los valores numinosos, mitológicos o religiosos imperantes.

Resulta curiosa, sorprendente y hasta divertida la lectura de los ejercicios literarios que los psicoanalistas construyeron en torno al arte, sobre todo la observación del modo en el que erigen unas teorías que no pueden demostrarse empíricamente y en las que los artistas no son genios sino seres reprimidos llenos de traumáticas experiencias pasadas y deseos ocultos; donde cualquier temática o paisaje representado está lleno de símbolos eróticos. Si se plantean contradicciones en su discurso, tampoco pasa nada, ya que el arista plasmaría ciertos motivos movido por su inconsciente, un ente que nadie sabe dónde está y que es el gran protagonista de la literatura psicoanalítica, determinando las conductas de los demás personajes/artistas como el fantasma de la primera señora De Winter en la magnífica novela Rebeca, de Daphne du Maurier.

Todo en este libro se reduce a unos pocos patrones –miedo a la castración, homosexualidad reprimida, etc.– que parecen dominar a los artistas independientemente de su época y de su intelecto, de sus vivencias personales y motivaciones. 


El beso (1896 - 1897), por E. Munch. Colección privada.

 

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