Anoche soñé que volvía a Manderley.

 
 
 
Cuando visioné la película Rebeca (1940), de Alfred Hitchcock, me sentí sumamente cautivada por las magníficas interpretaciones de sus actores –¡cómo olvidar a Judith Anderson en el papel de la señora Danvers!–, la soberbia fotografía de George Barnes y la hermosa música de Franz Waxman. Además, me inquietó y fascinó su trama, que está basada en la novela homónima (1938) de la también británica Daphne du Maurier, una de las autoras predilectas de Hitchcock. Por ello, no dudé en volver a Manderley de la mano de su creadora, lo cual fue todo un acierto, pues sobre el papel encontré una novela gótica sumamente intrigante –el conocer previamente la trama no le restó ni un ápice de su encanto a la lectura– y en la que sobresalen tanto la desasosegante atmósfera, como el retrato psicológico de los personajes. 
 
 
En Rebeca, la innominada narradora relata cómo conoció, mientras trabajaba en Montecarlo como dama de compañía, a Maxim de Winter, un viudo veinte años mayor que ella y al que envuelve un aura misteriosa e inquietante. Tras un noviazgo fugaz, deciden contraer matrimonio e instalarse en Manderley, la grandiosa mansión que la familia Winter posee en Inglaterra. Pareciera que la joven e inocente narradora protagoniza uno de aquellos cuentos de hadas en los que una bondadosa muchacha sin recursos encuentra la felicidad junto a un apuesto príncipe. Sin embargo, este cuento no tarda en teñirse de una fría y tenebrosa oscuridad a causa del fantasma de Rebeca, la primera esposa de Maxim, cuya presencia pesará como una losa sobre los recién casados.

 

Y es que algunos fantasmas tienen tanta fuerza que, como no se les haga frente a tiempo, acaban por coparlo todo, desplazando de su propia vida a quien los padece. De hecho, en esta obra es un fantasma quien condiciona toda la acción: un personaje que nunca aparece físicamente, pues ya falleció, pero cuya vívida presencia se percibe en cada línea. La narradora siente que la sombra de Rebeca se cierne sobre ella, achicándola y convirtiéndola en una intrusa no solo en su casa, sino también en su matrimonio. No en vano siempre tiende a compararse con una niña o un pequeño animal frente a la majestuosa Rebeca, a quienes todos siguen considerando, sobre todo la obsesa ama de llaves, como la auténtica y única señora de Winter. Tampoco ayuda el que Maxim rehúya toda explicación acerca de su pasado y sus sentimientos, pues genera en su joven esposa una confusión y un desasosiego tan intensos que calan en el lector. 

 

A esta perturbadora atmósfera contribuyen tanto la exquisita ambientación, ya que se describen profusamente la grandiosa mansión y sus bellos jardines, como la forma en que la autora va dosificando la espera y la acción, lo que se dice y lo que se oculta. Se nota que Daphne du Maurier estaba muy influenciada por las grandes autoras góticas, y, de hecho, un aspecto de la trama me recordó enormemente a La mujer gris de Elizabeth Gaskell. En dicho cuento, el enigmático monsieur de la Tourelle ordena construir apresuradamente una vivienda anexa al viejo castillo con el objeto de instalar a Anne, su nueva cónyuge. En Manderley es Maxim de Winter quien, antes de la llegada de su segunda esposa, ordena trasladar rápidamente las habitaciones al ala este, antaño dedicada a los invitados, dejando la zona oeste sumergida en una quietud amenazadora.

 

Así como Manderley puede ser un lugar luminosamente bello y encerrar, al mismo tiempo, una profunda lobreguez, también las personas más inesperadas pueden ocultar los más tortuosos infiernos. No obstante, el paso del tiempo no sólo hace mella en la máscara de la belleza, sino también en la de la farsa. Cuando todo amenaza con desmoronarse, existen dos opciones: madurar y afrontar la realidad con decisión o seguir viviendo bajo el poder de los recelosos fantasmas; intentar seguir adelante o dejar que las obsesiones, cual incendio descontrolado, acaben por consumirlo todo.

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