La gata sobre el tejado de zinc caliente.


El estadounidense Tennessee Williams publicó La gata sobre el tejado de zinc caliente en 1955. Se trata de una breve obra teatral en tres actos con la que su autor cosechó un temprano éxito, pues recibió el Premio Pulitzer de Drama el mismo año de su publicación y, en 1958, Richard Brooks la llevó a la gran pantalla con Paul Newman y Elizabeth Taylor en los papeles principales. La acción se desarrolla en una sola tarde y transcurre en uno de los dormitorios de la mansión de los Pollitt, cuyo pater familias es el jefe de la más boyante plantación de algodón del delta del Mississipi. Los Pollitt se reúnen allí no solo con motivo de la celebración del cumpleaños del patriarca, conocido como el Abuelo (Big Daddy), sino también para discutir las eventualidades inherentes al reciente diagnóstico sobre el estado de salud del anciano. Esta crisis familiar se suma a los diversos conflictos en los que están sumidos cada uno de sus miembros, por lo que afloran y se intensifican las miserias de todos ellos.

 

El propio autor afirma, en una de sus interesantes y detalladas acotaciones escénicas, que lo que pretende con esta obra es «captar la verdadera naturaleza de la experiencia de un grupo de personas, esa interrelación turbia, vacilante, evanescente, con una carga feroz, que se da entre unos seres humanos en medio de la tormenta de una crisis común» (pág. 64). Para ello, Williams procura «dejar algún misterio a la hora de desvelar el personaje de una obra» con el objeto de apartar al lector «de las conclusiones “obvias” y las definiciones fáciles» (pág. 64). Según el estadounidense, solo así se construye una verdadera obra literaria, que define como «una trampa que atrape la autenticidad de la experiencia humana» (pág. 64).

 

Y, en efecto, Williams refleja todas las pasiones y conflictos de sus personajes de la forma más breve y eficaz posible. Así, el lector se sumerge, desde las primeras líneas, en un ambiente insano y opresivo donde todos los personajes intentan esconder sus problemas para no afrontar la cruda realidad, máxime cuando viven inmersos en una sociedad en la que las apariencias pesan más que el bienestar de las personas. Este clima de constante agitación se refuerza mediante el uso de rápidos diálogos que, en ocasiones, se entrecortan y entremezclan, esto es, las frases de un determinado personaje se completan en su siguiente intervención. También contribuyen a crear dicha atmósfera las pertinentes acotaciones escénicas, a veces muy expresionistas:

 

«(dejando caer las persianas de bambú, que proyectan doradas sombras alargadas en la habitación)» (pág. 13).

 

«(Casi todos están en la galería, excepto los dos ancianos, que echan fuego por los ojos por encima del pastel con las velas encendidas)» (pág. 45).

 

En este contexto se mueven unos personajes duales que aparentan lo que no piensan, lo que no saben, lo que no sienten. Por ejemplo, Margaret quiere ofrecer a su entorno la imagen de una mujer fuerte que, como una gata, es capaz de mantenerse impasible sobre un tejado de zinc caliente. Sin embargo, bajo esta coraza se ocultan un sinfín de inseguridades debidas, fundamentalmente, al rechazo constante de su marido:

 

«¡Mira, Brick! (…) ¡Qué firme se mantiene mi cuerpo! No tengo nada caído… Nada… (su voz, suave, tiembla: parece la súplica de un niño)» (pág. 28).

 

La acotación no puede ser más expresiva cuando dice que la voz de Margaret «parece la súplica de un niño», pues la joven empequeñece ante la terrible indiferencia de su marido Brick, cuya atención reclama constantemente. Este rechazo hunde a Margaret en un estado de profunda soledad que, además, se acentúa por su insatisfecho deseo de ser madre:

 

«Viviendo con alguien que amas puedes sentir más soledad que viviendo completamente a solas… si quien amas no te ama…» (pág. 17).

 

A este respecto, hay una escena que llama poderosamente la atención y que muestra muy bien esa dualidad presente en Margaret. Me refiero al momento en el que su cuñada Mae le ordena que guarde su arco y ella le explica que lo conserva porque fue campeona de tiro en la universidad. Y añade:

 

«Me encanta correr con los perros a través de los fríos bosques, correr y correr, saltar obstáculos… (deja el arco en el armario)» (pág. 21).

 

En este pasaje, Margaret se nos presenta como la diosa romana Diana, una diosa cazadora que corre y salta obstáculos, todo lo contrario a lo que hace en realidad, que es continuar inerte junto a un marido que solo le demuestra «indiferencia o algo peor» (pág. 11). Nuevamente, la acotación no puede ser más significativa: «deja el arco en el armario», es decir, que oculta su verdadero ser para seguir viviendo una mentira. De hecho, ella misma se pregunta:

 

«¿Por qué me he vuelto así? ¿Porque me muero de envidia y me consume el deseo…?» (pág. 22).

 

Y cuando la Abuela considera que Margaret es la única culpable del alcoholismo de Brick, la desesperada joven «se mira al espejo y se pregunta quién es, a lo que ella responde que es una gata» (pág. 27). Por tanto, necesita repetirse a cada instante lo que no es en el vano intento de ocultar el dolor producido por el desengaño de una vida marcada por las carencias económicas y el fracaso amoroso.

 

En cambio, su marido Brick ofrece la imagen indiferente del que se ha rendido, del hombre que intenta aplacar sus demonios internos mediante el consumo desorbitado de alcohol. El flagrante abandono en el que se encuentra inmerso se debe a la negación de su naturaleza homosexual y al sentimiento de culpabilidad que le causa el haber desatendido la llamada de socorro de su mejor amigo. El mundo en el que Brick creció, ese mismo mundo que le aupó como gran deportista y comentarista, no le permite expresar sus verdaderos sentimientos y le condena a vivir en la mendacidad. Él mismo afirma que:

 

«La mendacidad se ha convertido en un sistema en el que vivimos. El alcohol es una escapatoria, y la muerte es otra…» (pág. 70).

 

Pero reprimir aquello que nos frustra y nos hace daño simplemente lo magnifica, ocasionándonos una herida cada vez más difícil de cauterizar. Así se lo explica su esposa Margaret en el acto primero:

 

«Cuando algo se te graba en la memoria o en la imaginación, la ley del silencio no sirve, es como cerrar con llave la puerta de una casa en llamas para olvidar que está ardiendo. El fuego no se apaga si no nos enfrentamos a él. Silenciar una cosa sólo la magnifica. Crece y se enquista con el silencio, se vuelve maligna…» (pág. 19).

 

Ya decía Carmen Martín Gaite que muchos de nuestros problemas se resolverían si dispusiéramos de un interlocutor con el que poder hablar adecuadamente. Sin embargo, los problemas de comunicación de los personajes de Williams son más que evidentes, pues sus conversaciones son simples parlamentos estériles en los que nunca se llega al fondo de la cuestión. En una de las intervenciones de Margaret, el autor especifica:

 

«(…vemos cómo se obliga a volver al mundo en que se puede hablar de cosas corrientes)» (pág. 17).

 

Es decir, vuelve al mundo de las banalidades para no ahondar en su interior. Como dice Brick, «la comunicación es… muy difícil entre las personas» (pág. 52), sobre todo cuando lo único que importa es ocupar una buena posición en la escala social y acumular el máximo dinero posible. Por ello, muchos se comportan cual aves carroñeras cuyo egoísmo les lleva a injuriar y dañar a los demás, incluso a un hermano. Así lo demuestra el matrimonio formado por Mae y Gooper, «una pareja de tahúres» (pág. 15) a quienes no les importa el estado de salud del Abuelo o el grave problema de alcoholismo de Brick: ambos se comportan como unos hipócritas porque su único objetivo es acaparar el total de la herencia familiar. Esto es así porque su posición en la sociedad es solo aparente, lo cual demuestra la fragilidad del pretendido sueño americano. Otro buitre movido por la codicia es el reverendo Tooker, un personaje completamente grotesco y sin ningún tipo de tacto que se dedica a hablar, en presencia de un hombre enfermo, de las diferentes donaciones que hacen las viudas a su parroquia en memoria de sus maridos. Pero, tal y como advierte el Abuelo a Brick, «el dinero no compra la salud de un hombre, no puede volver a comprar otra vida cuando la suya se ha acabado» (pág. 50). Efectivamente, el dinero no puede solucionar su miedo a la muerte ni la muerte misma, ni tan siquiera el fastidio crónico que siente por estar casado con una mujer a la que nunca amó y a la que, por otra parte, trata con bastante crueldad.

 

Al final, la vida pasa y los patrones se repiten en un sistema del que parece imposible salir. De hecho, los personajes que pueblan La gata sobre el tejado de zinc caliente presentan unos miedos, problemas y comportamientos tan vigentes en 1955 como en la actualidad. Y es que, como demuestra el sumerólogo Samuel Noah Kramer en su celebérrimo libro La Historia empieza en Sumer, las preocupaciones que asolan al hombre permanecen prácticamente inalterables a largo de la Historia.

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