Los indiferentes.



Hacía tiempo que no me exasperaban tanto los personajes de un libro como los que protagonizan Los indiferentes (Gli indifferenti, 1929), opera prima del escritor italiano Alberto Pincherle, más conocido como Alberto Moravia (Roma, 1907–1990). Además de novelas tan célebres como Agostino o La desobediencia, las cuales no tardaré en leer, Moravia escribió relatos y también ensayos de crítica literaria y cinematográfica. 

 

Los indiferentes nos cuenta la historia de una burguesa familia romana que vive no sólo en una flagrante decadencia económica, sino también moral (utilizo aquí este término tanto en el sentido de «capacidad de obrar en relación al Bien y el Mal desde una perspectiva cristiano-católica», como en el de «estado de ánimo para afrontar una determinada situación»). A la cabeza de esta familia se encuentra María Engracia, una viuda que tiene dos hijos veinteañeros llamados Miguel y Carlota. En torno a ellos pulula la figura de Leo Merumeci, amante de la madre y hombre sin escrúpulos que intenta estafar a la familia entera. Frente a esta situación, la celosa madre, «una mujer madura y pueril» (pág. 104), prefiere vivir en el autoengaño y perder sus últimas riquezas en el intento de recobrar el interés de Leo, cuyas miras están puestas en quien menos se lo espera. Por otra parte, los hijos se muestran impotentes a la hora de afrontar la realidad: o bien se dejan arrastrar por la peor de las opciones sin oponer resistencia alguna, o se ahogan en un mar de pensamientos recurrentes.

 

No en vano, todo en la novela transmite una evidente sensación de quietud, de ambiente congelado, como cuando Carlota, a pesar de que ya va a cumplir los veintidós años, describe el mobiliario infantil que caracteriza a su habitación. Los personajes están sumidos en un largo sopor e, incluso, algunas de las escenas transcurren en una penumbra donde sólo resplandece la figura de Merumeci, máximo representante de una sociedad en la que imperan el dinero, la codicia, la hipocresía y la lujuria. Miguel piensa constantemente en enfrentarse a toda esa hipocresía social; quiere salir de la oscuridad, de ese círculo vicioso: «solo un pequeño esfuerzo bastaría para ser sinceros; en cambio, hacemos todo lo posible para avanzar en la dirección opuesta» (pág. 41). A pesar de ello, lo único que hace es rumiar ciertas ideas, como si fuera un mero espectador que acude al teatro para ver representada su vida y sin pensar en salir al escenario a actuar. Y, si en algún momento lo hace, sus acciones se tornan ridículas y fallidas. De hecho, su impotencia es tal que ha de ser un objeto inanimado –un abrigo agitado por el viento– el que termine por ejecutar una buena parte de sus obsesivos pensamientos. La forma en que los lectores son partícipes de los razonamientos de los personajes y de cómo, al mismo tiempo, ejecutan lo contrario de lo que están pensando, me recordó, en cierto modo, el estilo de Henry James en novelas como Julia Bride

 

En la contraportada de la edición que manejé (RBA, 1995; trad. R. Coll Robert), señalan que, con todo lo anterior, Moravia explora el abandono y degeneración de la burguesía romana durante el fascismo (1922 - 1939). Además, yo añadiría que la historia de estos irritantes indiferentes nos recuerda que el tiempo pasa y no debe derrocharse en el mundo de las ideas y los sueños. In medio virtus: hay que pensar y soñar, pero esto nos debe mover a actuar, a experimentar, a vivir. Asimismo, hay que combatir con valentía los fantasmas de la inercia y del aburrimiento para que no terminen por coparlo todo. Si las sombras de los personajes de Los indiferentes son oblicuas y vagas, se debe a que, tal y como dice Miguel en un momento dado, «sólo he pensado. He aquí mi gran error» (pág. 214). La indiferencia, la dejadez y la pérdida de las virtudes cristianas sólo pueden conducir a una gran mascarada...

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