El tren.


Hace tiempo leí una entrevista en la que el filósofo Gustavo Bueno explicaba que las guerras son producto de la civilización por cuanto están inexorablemente unidas a las ideas de Estado e Imperio. Son dichas entidades las que pugnan entre ellas por la imposición de sus normas y el establecimiento de una nueva pax que, lógicamente, llevará el apellido del vencedor (romana, hispánica, estadounidense…). Por ejemplo, tras la Segunda Guerra Mundial (1939 – 1945) se estableció la pax americana –quizás sería mejor denominarla pax estadounidense, ya que Perú, México, Chile… también forman parte de América–, que es la que vivimos actualmente. Lo cierto es que mientras se desarrolló un conflicto de tal magnitud como el citado, en el cual se enfrentaron varias y poderosas naciones, millones de personas vieron dramáticamente modificada su existencia: algunos perdieron la vida y otros, en el intento de preservarla, abandonaron todos sus bienes y huyeron de su patria, convirtiéndose así en refugiados. En El tren, novela publicada en 1961, Georges Simenon aborda el drama de estos últimos.

 

La historia está narrada en primera persona por Marcel Ferón, un radiotécnico francés que vive, en una pequeña pero bonita casa con jardín, junto a su mujer embarazada y una hija de cinco años. Debido al peligroso avance de las tropas alemanas en tierras galas, esta familia se ve obligada a abandonar su apacible hogar y a correr hacia la estación en busca de un tren cuyo destino desconocen: lo único que importa es huir de las garras de la muerte. Una vez en la estación, los empleados destinan los mejores vagones a las mujeres, los ancianos y los niños, mientras que los varones deben ir hacinados como si fuesen ganado. Las diferentes familias se fragmentan, en medio del caos y de la incertidumbre, sin saber si acaso volverán a verse alguna vez.

 

De todas las consecuencias de la guerra (bombardeos, muertes cruentas, traumas, saqueos, escasez…), el narrador insiste en la idea del refugiado como un individuo humano que ha perdido su condición de hombre-ciudadano: «y allí, de pronto, por primera vez, nos dimos cuenta de que no éramos ya hombres como los demás, sino refugiados» (pág. 75). Marcel relata cómo pierde sus raíces, el modo en que deja de ser un ciudadano francés de Fumay para pasar a sobrevivir en un nuevo plano donde se suspenden las normas y los principios preexistentes. El vagón del tren constituye un microcosmos en el que no existe constitución política alguna que imponga unos deberes y vele por ciertos derechos, de modo que acaba imperando la ley del más fuerte.

 

En este contexto, Marcel conoce a una misteriosa mujer llamada Anna. Los avatares que vive junto a ella, así como la posibilidad o no de volver a reunirse con su familia, son incógnitas que dejo despejar al lector interesado en esta novela que retrata la incertidumbre, el temor y el horror del más demencial de los escenarios: en el marco de una guerra, todo es posible. Hasta lo más inimaginable.

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