Comedias plautinas (I).


 

Además de ser la primera gran figura de la literatura romana, Plauto (254 – 184 a.C.) fue el primer gran maestro de la técnica del enredo. Su modo de trabajo solía consistir en seleccionar y mezclar dos comedias griegas –Plauto no oculta este hecho y cita sus fuentes–, de lo cual resultaba una trama llena de grandes y divertidos enredos a la que añadía números musicales. Y es que sus fabulae palliatae –comedias latinas de asunto griego– carecían de propósito edificante y tampoco pretendían tratar asuntos políticos: Plauto quería, simplemente, hacer reír a su público, ¡que no es poco! Muestra de que cumplió con creces su cometido es la enorme popularidad de la que gozó en su época y también el que, a su muerte, comenzaran a circular como suyas unas ciento treinta comedias, de las que Varrón estableció veintiuna como auténticas. Yo comencé mi inmersión en la obra plautina con Pseudolus y Los tres numos, dos clásicos rebosantes de diálogos ingeniosos y numerosos malentendidos entre sus personajes, de modo que a veces se enreda ¡hasta el enredador!

 

Con sus mil trescientos treinta y cinco versos, el Pseudolus es una de las más largas comedias del autor latino. En este caso, se desconoce el original griego en el que se inspiró, pues el prólogo de la obra se perdió casi en su totalidad. Narra el sufrimiento del joven Calidoro por carecer del dinero necesario para poder liberar a su amada, la meretriz Fenición, de las garras de su malvado y avaro alcahuete. Menos mal que su esclavo Pseudolo es muy astuto –su nombre significa «engaño»– y pone todo su ingenio al servicio de la causa de su amo, alzándose así como el verdadero protagonista de la comedia. De este modo, Pseudolo sirve como catalizador de una serie de engaños, malentendidos y enredos cómicos en los que participan personajes estereotipados pero, al mismo tiempo, muy humanos: muestran sus luces y sombras sin ser juzgados en ningún momento por el autor. En mi caso, sentí bastante simpatía por un personaje que, sin tener que ver directamente con la trama, aparece una sola vez para no volver a hacerlo más, y ello a pesar de que Pseudolo solicita su colaboración para más adelante. Estoy hablando de Califón, un hombre empático, asertivo y benevolente que ofrece prudentes consejos a su amigo Simón, padre de Calidoro:

 

«Esa es ahora una imprudencia, demostrar así ira de pronto. ¿Cuánto mejor es ir con palabras blandas e inquirir si sean o no sean ciertas esas cosas que te denuncian? El buen ánimo en un asunto malo es la mitad del mal» (acto I, escena IV).

 

Aunque aún no me adentré lo suficiente en las comedias plautinas, parece ser que este tipo de personajes, que aparecen de la nada y se esfuman sin dejar rastro, son muy habituales en la obra del dramaturgo latino. Por otra parte, destacan los diálogos ágiles y chispeantes que encontramos a lo largo de toda la comedia, de modo que las réplicas y contrarréplicas de los personajes se desarrollan a gran velocidad, la misma con la que se lee tan divertida pieza teatral. Todos estos aspectos aparecen también en Los tres numos, comedia basada en El tesoro de Filemón y cuya acción se centra en las estrategias puestas en marcha por Calicles para proteger el tesoro de su buen amigo Cármides, quien se encuentra de viaje en esos momentos. Son dos los principales problemas que Calicles encuentra para llevar a buen término su cometido: Lesbónico, el hijo de Cármides, quien es un joven sin oficio ni beneficio que vive entregado al más puro y derrochador hedonismo; y la rumorología vecinal. Por supuesto, en esta obra encontramos también al astuto esclavo, Stásimo.

 

Sin lugar a dudas, nos encontramos ante dos clásicos atemporales que siguen divirtiendo e interesando al lector contemporáneo. Y es que, si bien estas comedias paliatas reflejan la esencia del alma romana y las transformaciones culturales que vivía Roma por aquel entonces, también tratan temas universales como la pasión amorosa, el poder del dinero, la necesidad de ser constantes para el logro de nuestros objetivos y lo inadecuado de tomar decisiones sin una previa reflexión y bajo los efectos de la ira: escuchar, conocer y razonar críticamente son síntomas de prudencia e inteligencia. Asimismo, advertimos el recurrente tópico del carpe diem, del vivir el momento sin perdernos en elucubraciones sobre aquello que no podemos controlar, y una reflexión muy interesante sobre la sabiduría, que no la otorga tanto la edad como el ingenio:

 

«No con la edad, sino con el ingenio, se adquiere la sabiduría. La edad es el condimento para el sabio; el sabio es el manjar para la edad» (acto II, escena II).

 

Sí, los clásicos parece que fueron escritos ayer mismo: siempre serán actuales.

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