Pigmalión, de Bernard Shaw.


Ovidio cuenta en sus Metamorfosis (X, 243 - 297) que Pigmalión, un legendario rey chipriota, se enamoró de una bella estatua que había esculpido con sus propias manos. Como los sentimientos del monarca eran tan profundos, Venus, la diosa del amor, decidió insuflar la vida en el pétreo cuerpo de quien, a partir de entonces, recibirá el nombre de Galatea. Este mito gozó de un inusitado éxito desde el siglo XVIII, momento a partir del cual los artistas comenzaron a considerarlo como un hermoso canto al amor y a la belleza. Pintores como Carl van Loo, François Boucher y Edward Burne-Jones, entre otros, decidieron plasmar esta historia que también sirvió de inspiración al irlandés George Bernard Shaw para escribir su Pigmalión (1913).

 

Articulada en cinco actos y un epílogo, esta obra teatral narra una peculiar apuesta entre Enrique Higgins y el coronel Pickering, dos especialistas en fonética que, como se dice popularmente, deciden «dar gato por liebre» a la alta sociedad. Para ello, tienen que conseguir que Elisa Doolitle, una florista de escasa educación y vulgares modales, pase por la más refinada de las duquesas en una de las fiestas organizadas por la Embajada. Así, Enrique Higgins, cual Pigmalión londinense, acoge en su casa a Elisa «para moldearla y adaptarla a su nueva posición» (pág. 45).

 

Los personajes que desfilan por las páginas de esta obra son tan peculiares como inolvidables, comenzando por el propio Higgins, una especie de científico loco de carácter punzante e inmaduro, o Pickering, un coronel afable y bondadoso. Sin embargo, hay un personaje secundario que, a pesar de aparecer en contadas ocasiones, brilla por ser el mayor y más simpático cuentista de toda la obra: Alfredo Doolitle, el padre de Elisa, un caradura tan libre de escrúpulos como de remordimientos. Por otro lado, resulta muy interesante la descripción del «laboratorio fonético» de Higgins, situado en Wimpole Street 27A, pues cuenta con una amplia biblioteca y todo tipo de aparatos de grabación y reproducción.

 

Con un humor agudo y mordaz, Bernard Shaw lanza una afilada crítica al esnobismo de la alta sociedad británica de la época, la cual vivía anclada en el mundo de las apariencias. Pero, cuando de enfrentarse a la realidad se refiere, el continente nada vale si no consta de un buen contenido. En este sentido, una de las tesis fundamentales de Pigmalión es la del poder de la educación para transformar e igualar a las personas, esto es, para reconocer sus méritos independientemente de la clase social a la que pertenezcan. Y para adquirir todo conocimiento inteligible se torna necesaria la disciplina, un método eficaz y un buen maestro que, tal y como le advierte Pickering a Higgins, ha de mostrar el debido respecto hacia su alumno –y viceversa, añado yo–. Otros temas tratados por el irlandés son el ideal de la «Nueva Mujer», muy en boga desde finales del siglo XIX, y los problemas éticos derivados del cada vez mayor desarrollo científico-tecnológico.

 

En definitiva, Pigmalión es una obra ágil que esconde, bajo su tono cómico, importantes reflexiones que, en una época como la nuestra, en la que los conocimientos inteligibles se han sustituido prácticamente por los sensibles, no debemos perder de vista. Veremos hacia dónde nos conduce tanto progreso tecnológico y un sistema educativo cuyo propósito principal es la consecución de la «felicidad» y no la adquisición de conocimientos científicos. De momento, ya puede constatarse el flagrante aumento de problemas de salud mental entre los más jóvenes... Regresando al libro, les recomiendo encarecidamente su lectura, más aún si ya han visto My fair lady, su adaptación cinematográfica: en el epílogo descubrirán el porqué Bernard Shaw rechazaría el final feliz de la película. «Todos tenemos secretas imaginaciones de esta clase. Pero cuando Elisa vuelve a la realidad y huyen los ensueños y fantasías...» (pág. 182).

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