Te trataré como a una reina.


 

Los sueños y objetivos son una especie de puentes que concatenan un día con el siguiente. Si hace buen tiempo, el caminante transita por ellos de forma relativamente sosegada. Cuando los vientos huracanados agitan el oleaje del mar de las circunstancias, la humedecida superficie del puente obliga al paseante a asirse con fuerza a la barandilla para no caer. La situación se torna mucho más compleja cuando esas grandes olas chocan violentamente contra el puente y lo destruyen. ¿Qué hacer entonces? ¿Hacia dónde dirigirnos?

 

En Te trataré como a una reina (1983), de Rosa Montero, encontramos un abanico de personajes completamente frustrados y derrotados que ejemplifican lo que no debemos hacer. Por ejemplo, Antonio, un funcionario cuyo sueño de ser perfumista se vio truncado por las deudas paternas, desarrolla una vida ficticia no sólo para intentar vencer el tedio que le produce la realidad efectivamente existente, sino también para manipular y humillar a otras personas (no es feliz y, por ende, no le importa cercenar los sueños de los demás). Es un hombre completamente alejado de la concepción cristiano-católica del amor, esto es, la de amar a las personas por sí mismas y no por cuanto puedan reportarnos algún tipo de beneficio (económico, laboral, político...).

 

Otros personajes se muestran incapaces a la hora de superar la parálisis que les provoca el miedo, por lo que sólo tienen dos opciones: desarrollar comportamientos patológicos, como en el caso de Antonia, o aceptar el fracaso sin intentar buscar otra salida; dejarse arrastrar por el oleaje sin saber realmente lo que se vive. Bella, una mujer que soñaba con ser una afamada cantante de boleros, se encuentra en este último grupo, pero no podemos decir que sea pesimista en tanto que alberga una mínima esperanza de cambio, si bien fantasiosa: es imposible alcanzar metas que se encuentran en una quinta dimensión... Por otra parte, ha perdido la firmeza y puede llegar a ser presa de cualquier desnortado o, incluso, de la propia locura. 

 

Además de acusar grandes carencias afectivas, los personajes de esta sórdida novela se muestran impotentes a la hora de redirigir sus metas y de que éstas sean realistas, factibles. Errar es de humanos, y, aunque veamos conveniente algo en un momento dado, puede que no lo sea realmente; también puede darse el caso de que surjan imprevistos o de que los medios disponibles hayan variado. El problema radica en quedarse anclado en los frustrados proyectos del pasado, en dejarse vencer por la fuerza de la inercia como si ya nada mereciese la pena y sin intentar mejorar nuestra vida y la de nuestro entorno. 

 

Esto último, la capacidad de caminar y redirigir nuestros objetivos para mejorarnos y beneficiar, al mismo tiempo, a los demás, es muy importante. Como adelantamos líneas más arriba, los personajes de la novela no aman a las personas por sí mismas y, en consecuencia, tampoco empatizan con ellas. Son víctimas de un mundo corrupto y mediocre dominado por el Dinero y la Vanidad: se mide el valor de las personas (no es casual que se utilice el término «valor», es decir, su precio en el mercado), pero se olvidan las virtudes cristianas. 

 

En una sociedad hiperconectada pero en la que, paradójicamente, reinan la soledad, la división, las adicciones y los problemas de salud mental, urge volver a mirar la realidad a través de las lentes del Amor: nuestras obras han de estar siempre guiadas por esa estrella que brilla eternamente en la oscuridad y que antaño indicó el camino a los Magos. Si bien la senda de la vida no está exenta de dificultades, hemos de seguir aprendiendo y siempre hacia adelante con fortaleza, realizando buenas obras y enarbolando las banderas del Amor y la Razón: qui creavit te sine te, non salvabit te sine te, decía San Agustín.

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