Cantar nuevos himnos.



Esta Antología poética (2002) de Rubén Darío me hizo viajar a lugares exóticos, a fiestas galantes en las que los sones de los violoncellos, las liras eolias y los bandolines se suman a las olorosas fragancias de las damas de la corte, quienes danzan minués para después escuchar atentamente las historias de los abates. Pero, como el tiempo huye irreparablemente, las sonrisas primaverales y el cálido tiempo estival se desvanecen para dar paso al otoño, cuyo viento arranca las hojas de los árboles y redirige la mirada del poeta no sólo hacia los problemas políticos de su tiempo, sino también hacia las más hondas preocupaciones existenciales.

 

Nada más comenzar la lectura de esta antología me fascinó la capacidad evocadora del poeta nicaragüense, pues sentí cada poema como un extraordinario lienzo en el que las pinceladas se aplicaron con elegancia y sumo primor. Estas coloristas y preciosas estampas destilan un profundo amor hacia lo francés al evocar un París exótico y galante de forma completamente idealizada. De hecho, Rubén Darío era un gran apasionado de la obra de Víctor Hugo y, sobre todo, de la de Verlaine, a quien consideraba en su «Responso» como el «padre y maestro mágico, liróforo celeste» (pág. 83). Sin embargo, no hay suficientes perlas, flores y muselinas capaces de ocultar la gran tradición literaria española de la que Rubén Darío es continuador y renovador, una tradición que conocía muy bien sobre todo a raíz de su trabajo en la Biblioteca Nacional de León (Nicaragua). De este modo, el llamado Príncipe de las Letras Castellanas aúna las dos tradiciones en su original obra: «como la Galatea gongorina, / me encantó la marquesa verleniana, / y así juntaba a la pasión divina / una sensual hiperestesia humana» (pág. 94).

 

Todo ello se conjuga, además, con numerosas referencias al mundo antiguo, fundamentalmente al grecolatino pero también al egipcio y próximo-oriental: «¿Te gusta amar en griego? Yo las fiestas, / galantes busco, en donde se recuerde, / al suave son de rítmicas orquestas, / la tierra de la luz y el mirto verde» (pág. 53). Así, y mientras las princesas de Oriente aguardan el instante amoroso, siempre bajo el influjo de Venus y Eros, los centauros se reúnen para reflexionar sobre las fuerzas de la naturaleza, la vida y el terror de lo ignorado. Este tipo de preocupaciones son las que asolan al poeta cuando «pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa» (pág. 120) y asume que no solo «la vida es dura. Amarga y pesa» (pág. 116), sino que –y esto es un pensamiento muy hispano– «si te empeñas en soñar, te empeñas / en aventar la llama de tu vida» (pág. 183). No obstante, el poeta invita a tomar las riendas de la vida y a disfrutar de los buenos momentos que ésta nos ofrece: «y conduzco entre tanto la barca de mi vida; / Caronte es el piloto, mas yo dirijo el remo» (pág. 175).

 

El otro gran tema que pude advertir en esta antología es la acérrima defensa de la Hispanidad, de «la sangre solar de una raza de oro» (pág. 101), frente a la invasión de los «hombres de ojos sajones y alma bárbara» (pág. 107), esto es, de la anglosfera. Así, el autor critica, en poemas como «A Roosevelt», la intervención militar de los Estados Unidos en los países de la América española, en esa «América ingenua que tiene sangre indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español» (pág. 105). En «Los cisnes», poema dedicado a Juan Ramón Jiménez, el poeta se pregunta: «¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés? / ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros? / ¿Callaremos ahora para llorar después?» (pág. 111). Y en «Salutación del optimista» sostiene que la única solución posible para hacer frente a la anglosfera es la unidad de los hispanos de ambos lados del Atlántico: «Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos; / formen todos un solo haz de energía ecuménica. / Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas, / muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo. [...] Un continente y otro renovando las viejas prosapias, / en espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua, / ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos» (pág. 99). Lástima que el mundo hispano desoyese estas palabras y cada vez esté no sólo más atravesado por lo anglosajón y el protestantismo, sino también más fragmentado por indigenismos a la americana y a la ibérica.

 

Finalizo aquí mis impresiones sobre los sonoros y pictóricos poemas de Rubén Darío, un autor cuyos versos han encendido una estrella inextinguible en mi corazón y al que, sin lugar a dudas, seguiré leyendo.

Comentarios

Entradas populares