El pájaro espino.

 

Erróneamente pensaba que El pájaro espino (1977) se trataba de una novelita romántica y ñoña sobre un párroco enamorado. Cuando mi amiga Rosa, autora del blog Mis grandes pasiones, me propuso leerla en lectura conjunta, acepté sin mucho entusiasmo. Sin embargo, dos capítulos bastaron para engancharme a una novela rebosante de pasiones, amores, tragedias y recónditos secretos.

 

El pájaro espino relata la historia de una familia neozelandesa, los Cleary, entre 1915 y 1969. La acción se inicia con la presentación del matrimonio formado por Paddy y Fee, quienes luchan por salir adelante, junto a toda su prole, en un ambiente paupérrimo. A causa de ello, los hijos de los Cleary, todos varones a excepción de la pequeña Meggie, deben colaborar en el sustento familiar desde muy pronto. Esta dura existencia parece llegar a su fin cuando Paddy recibe una carta de Mary Carson, su adinerada y anciana hermana, en la que invita a los Cleary a vivir y trabajar en su impresionante mansión de Drogheda. Y es aquí, en Drogheda, donde conocen al cura Ralph de Bricassart, cuyo destino quedará inexorablemente unido al de los Cleary.

 

Colleen McCullough articula su novela en siete partes, las cuales llevan por título el nombre del personaje que mayor peso tendrá en cada una de ellas. La construcción de los personajes es, a mi modo de ver, uno de los puntos fuertes del libro. Así, la autora australiana sumerge al lector en la psicología de personajes tan inolvidables como Meggie, Fee o Ralph, haciéndole partícipe no solo de los anhelos y temores de todos ellos, sino también de su importante evolución a lo largo de la novela. Por ejemplo, la transformación de Meggie es abismal pues, aunque parecía condenada a vivir en una absoluta e inocente ignorancia, logra convertirse en una mujer fuerte e inteligente tras sufrir la dolorosa experiencia del desengaño. A este respecto, resulta muy interesante la relación de Meggie con su madre Fee, pues la hija no puede evitar verter sobre su madre ciertas críticas sin saber que ella misma repetirá muchos de sus errores: la maternidad no es tarea fácil. La conversación que mantiene Fee con Ralph es, en este punto, absolutamente reveladora:

 

«¿Qué es una hija? Sólo un recordatorio doloroso, una versión más joven de una misma, que hace lo mismo que una hizo y que vierte lágrimas idénticas» (pág. 229).

 

Pero esto no siempre es así, y ahí está la singular Justine O’Neill, hija de Meggie, para demostrarlo. Otros personajes destacados son Ralph de Bricassart, un cura que duda de su fe –aunque no con la intensidad del don Manuel unamoniano– y que ambiciona, ante todo, prosperar en su carrera eclesiástica; Frank, un joven que intenta resolver sus frustraciones a puñetazos; los agudos y bondadosos Anne y Luddie; y los insoportables, cada uno a su modo, Mary Carson y Luke O’Neill.

 

En cuanto a la ambientación, McCullough recrea la flora, la fauna y la adversa climatología australiana de forma magistral. En este sentido, consigue transportar al lector a un lugar amenazado por los monzones, las tormentas secas, las grandes sequías; a un lugar en el que, en definitiva, «la vida parecía estar hecha de moscas y de polvo» (pág. 120). En algunas descripciones, la australiana insiste en la indiferente mirada de la Naturaleza «al destino de las criaturas que presumían de gobernarla» (pág. 168), una idea que trajo a mi memoria la novela Volvoreta (1917), del español Wenceslao Fernández Flórez. Por otra parte, la autora imprime un muy buen ritmo narrativo a su novela gracias a una escritura clara y sencilla, así como al uso de ágiles diálogos. Y, si bien predomina la narración en tercera persona, a veces intercala monólogos interiores como los de Ralph de Bicassart. Con todo ello, McCullough consigue mantener al lector interesado y expectante durante toda la obra.

 

Como señalé líneas más arriba, El pájaro espino es mucho más que la novela de un párroco enamorado, pues se trata de una novela romántica en la que confluyen pasajes de novela bélica y novela de costumbres. En ella se desarrollan numerosos temas de gran interés, comenzando por los referentes a los orígenes carcelarios de Australia y al trato que los protestantes dieron tanto a sus colonias como a la población católica.

 

Los ingleses iniciaron la colonización del territorio australiano en enero de 1788 tras haberlo declarado «terra nullius, es decir, sin habitantes humanos, a pesar de que habían contabilizado unos novecientos mil aborígenes que llevaban en Australia aproximadamente sesenta mil años. Conviene repetirlo porque parece increíble: para la “humanitaria” Inglaterra, en Australia no había seres humanos (…)» (Gullo, 2021: 226). Así, los ingleses «llevaron a cabo una política sistemática de eliminación de los nativos australianos» (Gullo, 2021: 227), política que también aplicaron en el resto de colonias británicas (por ejemplo, en el actual territorio de los Estados Unidos). A este respecto, no es casual el que los hijos de los Cleary jueguen a ser soldados persiguiendo a maoríes en la primera parte de El pájaro espino (pág. 10).

 

Además del exterminio masivo de nativos, los ingleses consideraron que Australia «era la mejor solución para el problema de la superpoblación de sus penales y decidió enviar allí a presos británicos de forma continuada (…). Sidney, Hobart, Bisbane o Perth fueron fundadas por delincuentes» (Gullo, 2021: 226). Esto lo sabe muy bien el narrador de El pájaro espino cuando afirma que Inglaterra convirtió a Australia en un auténtico vertedero para sus condenados:

 

«Pero cuando, en 1776, se cerraron las Américas, Inglaterra se encontró con que no tenía dónde meter una población penal que aumentaba rápidamente. Las cárceles estaban llenas a rebosar, y el exceso se embutía en podridas carracas atracadas en los estuarios de los ríos. Algo había que hacer, y se hizo. Muy a regañadientes, porque significaba gastar unos miles de libras, se ordenó al capitán Arthur Phillip que zarpase con rumbo a la Gran Tierra del Sur. Corría el año 1787.  Su flota de once barcos transportaba más de mil convictos, además de los marineros, los oficiales navales y un contingente de infantes de marina. No fue ninguna odisea en busca de la libertad. A finales de enero de 1788, a los ocho meses de zarpar de Inglaterra, la flota llegó a Botany Bay. Su Loca Majestad Jorge III había encontrado un nuevo vertedero para sus condenados: la colonia de Nueva Gales del Sur» (pág. 26).

 

¡Cuánto difieren los imperios depredadores como el inglés de los imperios generadores como el español! Mientras los ingleses llevaron a cabo una política sistemática de exterminio, los españoles establecieron el mestizaje como política de Estado; mientras los ingleses construían cárceles, los españoles edificaron hospitales, universidades, colegios, bibliotecas y todo tipo de infraestructuras; si los ingleses se negaron a compartir su tecnología, los españoles ofrecieron a los indígenas americanos todo lo que sabían, empezando por el idioma, vehículo del saber. En El pájaro espino, Paddy Cleary le formula la siguiente pregunta a Frank cuando este último decide alistarse en el ejército tras estallar la Primera Guerra Mundial:

 

«¿Por qué tienes que ir a luchar por la madre Inglaterra? ¿Qué ha hecho ella por ti, salvo chupar la sangre de sus colonias? Si fueses a Inglaterra, te mirarían de arriba abajo, porque eres un colonial» (pág. 50).

 

Nada más que añadir, pues Paddy expresa, en pocas palabras, lo que implica un imperio depredador.  

 

El español, como tal imperio católico, nunca fue racista: recordemos que el adjetivo «católico» deriva del griego katholikós, esto es, universal, que comprende a todos. No pueden decir lo mismo los protestantes: nótese el grave problema de racismo que aún hoy pervive, por ejemplo, en los Estados Unidos, país en el que los matrimonios interraciales no se legalizaron hasta 1967. En cambio, en España siempre se promovió el mestizaje, tal y como puede leerse en la Cédula Real del 19 de octubre de 1514:

 

«Es nuestra voluntad que los indios e indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren (…). Y mandamos que ninguna orden nuestra que se hubiere dado, o por Nos fuere dada, pueda impedir, ni impida, el matrimonio entre los  indios e indias con españoles, o españolas, y que todos tengan entera libertad de casarse con quien quisieren, y nuestras Audiencias procuren que así se guarde y cumpla» (cit. por Gullo, 2021: 205).

 

En este sentido, El pájaro espino refleja a la perfección el racismo de una anglicana como Fee hacia los católicos italianos, a quienes llama «dagos». Cuando Meggie comienza a ir a la escuela, se hace amiga de una niña italiana llamada Teresa. A Meggie le fascina la calidez de las familias católicas y siempre regresa a casa entusiasmada. Sin embargo, un día se contagia de piojos y su madre culpa directamente a Teresa sin hacer ninguna comprobación. El narrador aclara que Fee insulta a Teresa «cediendo a la instintiva desconfianza de la comunidad británica por los morenos del Mediterráneo» (pág. 39). La lista de insultos que profiere hacia la pobre niña y su familia es abrumadora: «bastardos», «cerdos asquerosos», «pequeña marrana», «sabandijas», «morenita»… (págs. 46-48). Casualmente, los mismos insultos que los protestantes, con Lutero a la cabeza, dedicaban a los católicos y, muy en especial, a los españoles. Según Lutero, adalid de la hispanofobia, los españoles constituían una raza mezclada y, por tanto, degenerada; además, era un antisemita acérrimo.

 

¡Sorprende que, aún hoy, siga considerándose a Martín Lutero, quien sostenía que la razón era la ramera del diablo, como el padre de la libertad religiosa y de pensamiento! Que se lo digan a los católicos que sufrieron las persecuciones de todas las facciones del protestantismo (sí, porque dentro del protestantismo hay numerosas escisiones que pugnan entre ellas): a los católicos que fueron asesinados, a los que sufrieron el exilio, a los que expropiaron todos sus bienes. Y este último punto, el de la expropiación, no es en modo alguno baladí. Desde sus inicios, el protestantismo siempre caminó de la mano de los príncipes alemanes, quienes vieron en la Reforma un modo magnífico para seguir enriqueciéndose gracias a las expropiaciones. Lean lo que escribía Lutero en Contra las hordas asesinas y ladronas de campesinos:

 

«Contra las hordas asesinas y ladronas, mojo mi pluma en sangre: sus integrantes deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados, en secreto o públicamente, por quien pueda hacerlo como se mata a los perros rabiosos» (cit. por Roca Barea, 2020: 168).

 

Centrándonos en el territorio inglés, baste recordar que la reina Isabel I ordenó asesinar a unos ochocientos católicos de 1559 a 1569 y que estableció un auténtico sistema de espionaje vecinal mediante la Real Proclamación contra los católicos de 18 de octubre de 1591. Además, aún hoy sigue vigente el Acta de Establecimiento de 1701, que obliga a renunciar al trono a cualquier miembro de la familia real británica que se convierta al catolicismo y/o contraiga matrimonio con un católico. Esta discriminación de los británicos hacia los católicos se expone constantemente en El pájaro espino:

 

«Casi todas las familias presentes eran católicas, y pocas de ellas llevaban nombres anglosajones; había una proporción casi igual de irlandeses, escoceses y galeses. No, no podían esperar autonomía en el viejo país, y, si eran católicos en Escocia o País de Gales, tampoco mucha simpatía de los indígenas protestantes (…). No hacían nostálgicas peregrinaciones al viejo país; éste no había hecho nada por ellos, salvo someterles a discriminación por sus convicciones religiosas» (pág. 149).

 

«A diferencia del resto del mundo de habla inglesa, el hecho de ser católico no constituía ningún inconveniente social en Australia, ni ningún obstáculo para los que querían ser políticos, hombres de negocios o jueces» (pág. 200).

 

El narrador también menciona cómo los ingleses despojaron a los irlandeses de sus títulos y tierras por el mero hecho de ser católicos:

 

«Cuando Enrique VIII apartó la Iglesia de Inglaterra de la autoridad de Roma, nosotros conservamos la fe de Guillermo, o sea que permanecimos fieles a Roma y no a Londres. Pero, cuando Cromwell estableció la Commonwealth, perdimos nuestros títulos y tierras, y nunca nos fueron devueltos. Carlos tenía que recompensar a sus favoritos ingleses con tierra irlandesa. La antipatía que sienten los irlandeses por los ingleses está, pues, justificada» (pág. 201).

 

En fin, poco se habla de las persecuciones que los católicos sufrieron en la Europa protestante, esa Europa que casi todo el mundo tiende a considerar tan avanzada, libre y tolerante frente a una España negra, inquisitorial, atrasada… ¡Ay!

 

En otro orden de cosas, en El pájaro espino se trata la importancia de la lectura como método de evasión y aprendizaje; se realiza una crítica a algunos miembros del movimiento animalista –«…los mismos que miman a sus animales hacen oídos sordos a los gritos de socorro de los seres humanos» (pág. 206); y se cuestiona la fragilidad de la memoria, que, por mucho que algunos se empeñen, nunca podrá ser histórica. También se expone el tema de la vejez, que implica, si no hay alguna enfermedad que lo impida, la preservación de una mente joven en un cuerpo cada vez más deteriorado. Esta limitación ha sido tratada por numerosos autores como Benito Pérez Galdós en Trafalgar, Isabel Allende en Inés del alma mía, Carmen Kurtz en Duermen bajo las aguas… En El pájaro espino, es Mary Carson quien dice:

 

«Dentro de este estúpido cuerpo, soy todavía joven, todavía siento, todavía deseo, todavía sueño, todavía pataleo y todavía maldigo las restricciones que me atan, como mi cuerpo mismo. La vejez es la peor venganza que nos aflige un Dios vengativo. ¿Por qué no hace que también envejezcan nuestras mentes?» (pág. 153).

 

En definitiva, El pájaro espino es una novela sumamente interesante porque:

 
  • Mantiene enusiasmado al lector desde las primeras líneas gracias a la gran habilidad narrativa de Colleen McCullough.  
  • Tanto los personajes como el argumento son sumamente adictivos y atrayentes. 
  • Expone una crítica al depredador imperio inglés de lo más interesante e inteligente.

 

Tras mi experiencia con esta novela, tan conmovedora en muchos momentos, no descarto leer algún otro libro de la australiana: Colleen McCullough me ha sorprendido muy gratamente.

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