El estallido de una burbujita en el mar.


Las características propias del reino de las mariposas, también conocidas como volvoretas –o bolboretas– en Galicia, bien podrían utilizarse para definir la prosa de Wenceslao Fernández Flórez, pues es bella, colorista y ágil. Su novela Volvoreta vio la luz en 1917 y cosechó un éxito inmediato entre el público y la crítica.  

 

La acción se inicia en una lluviosa y pequeña aldea de Galicia. Hasta allí llega la joven Federica con el objeto de trabajar como sirvienta en la casa de los Abelenda, una familia acomodada venida a menos tras el fallecimiento del paterfamilias. Sergio, el menor de los hijos, se enamora prontamente de la bella Federica, a quien conocen bajo el apodo de Volvoreta. Cuando doña Rosa descubre la deshonrosa relación de su hijo con la criada, decide despedir a Volvoreta, por lo que ésta tiene que marcharse a la ciudad en busca de un nuevo empleo. Días después, Sergio se fuga de la casa materna para reencontrarse con su amada. Desde luego, no se imagina el panorama que le espera en la ciudad.

 

Estos dos personajes contrastan como la noche y el día, pues la personalidad apasionada de Sergio se contrapone al carácter impasible y errante de Volvoreta: el mundo interior de la muchacha constituye un misterio impenetrable tanto para Sergio como para el lector. Y es que Volvoreta revolotea y escapa cual mariposa ante todos aquellos intentos de conocer sus motivaciones y sentimientos. Por ello, el lector será testigo del enamoramiento de Sergio, pero no del de Volvoreta. Y «como la primera pasión siempre es celosa» (pág. 65), el narrador también relata los hirientes celos de un joven que abandona el nido materno para experimentar sus primeros desengaños.  

 

Sin embargo, más que amor deberíamos hablar del encaprichamiento de un señorito hipócrita y firmemente sujeto a las convenciones sociales de su tiempo; de un muchacho que, en definitiva, no sabe lo que quiere. Así, Sergio se siente sumamente avergonzado por tener como pareja sentimental a una criada: le disgusta el aspecto desaliñado de Federica cuando sale del trabajo, pasea con ella por espacios poco transitados y la minusvalora ante la visión de muchachas como Luisa Acevedo, perteneciente a una importante familia. Además, trata de forma deplorable a las amigas de Federica, como a aquella pobre aldeana de Narahío que olía a bueyes:

 

«¡Se había atrevido a dale la mano al despedirse: una mano sudorosa y dura!... Si no estuviese tan indignado, se habría echado a reír» (pág. 121).

 

En otro momento, la moza de Narahío se niega a revelarle el paradero de Federica y Sergio amenaza con pegarle. El lector no puede encontrar más justa y merecida la respuesta de la valiente aldeana:

 

«Oiga… ¿A quién va a patear usted, señorito esfamiado?... ¡Atrévase, que me basto yo sola para escorrentarlo!... ¡Lampantín!...» (pág. 132).

 

Sin olvidar el hilo argumental de esta intensa historia entre criada y señorito, el narrador omnisciente introduce una serie de instantáneas sobre la vida de los habitantes de la aldea. En este sentido, ocupan un lugar destacado las supersticiones y creencias populares, que no siempre están reñidas con una fervorosa religiosidad. Muestra de ello son las neuróticas extravagancias de Isabel Abelenda y la confianza del pueblo en una curandera conocida como «la saludadora del Carbayo». Resulta muy interesante la descripción que el narrador ofrece de esta curandera en tanto que le atribuye unas características similares a las de un cuervo, pájaro considerado tradicionalmente como de mal agüero:

 

«Era una anciana de ademán recogido, de boca picuda, y cuyas piernas salían, como dos estacas ennegrecidas, de los zuecos de gruesa suela de castaño» (pág. 101). 

 

Los aldeanos de la Gándara creen más en la efectividad de los rituales de esta curandera –como el practicado para extraer el «aire de difunto» del hermano de Chinto– que en las medicinas recetadas por el doctor, unos remedios que, por otra parte, no pueden pagar. Y es que la pobreza alcanza a no pocos habitantes de la aldea, cuya dura existencia impide a los niños más humildes pensar en una festividad tan mágica como la de los Reyes Magos:

 

«Los pequeñuelos han reunido el ganado al anochecer; sonaron sus vocecitas agudas, espoleadoras de las reses tardas, de los bueyes solemnes de paso perezoso, que van arrojando dos conos de humo por sus narices contra el húmedo suelo; de los locos rebaños asustadizos, del caballejo que huyó relinchando, moviendo entre los tojos las trabadas piernas peludas… Después, ya en casa, el niño se durmió sin esa inquietud, sin esa ansia, sin esa noción de cercanía de lo sobrenatural que en esa edad y en esa fecha a todos nos ha rozado. No hay fantasía en las almas de los pequeños campesinos. La severa madre tierra, buena y grave, sincera, educadora, no deja crecer las alas de ese pájaro de colorines que no sabe más que cantar. ¡Cómo va a pensar en los Reyes Santiaguiño!» (pág. 85).

 

Un tema relacionado con la infancia es el del sufrimiento y la lucha de las madres por sacar adelante a sus hijos, perfectamente reflejado en el personaje de María de Solís. Esta madre vive tan angustiada por las persistentes enfermedades de sus hijos, que el narrador la describe como si fuese una Dolorosa del gran escultor Pedro de Mena:

 

«Resaltaba su palidez sobre las negras vestiduras, y el carmesí de los párpados, irritados por el llanto y el insomnio, sobre su palidez. Pero en toda su figura había una gran distinción, y en su rostro, esa dignificación amarga que dan los pesares» (pág. 47).

 


«…Sin ver, sin oír los saludos, mentalmente arrodillada ante Dios, tendidos sus brazos, toda su alma prosternada en una constante súplica de misericordia para los dolientes hijos» (pág. 158).

 


Resulta conmovedora la compasión que Rosa Abelenda siente hacia María de Solís, pues ella también es madre y comprende a la perfección la angustia y las obsesiones de su vecina:

 

«Acompañáronla hasta los mismos umbrales del portón. Ella marchó como una sombra negra, entre la lluvia; y doña Rosa suspiró al volver, penetrada de toda aquella honda angustia de madre que en su propia maternidad hallaba un eco de compasión gigantesca» (pág. 48).

 

Por otro lado, se trata el tema de la caza a través del personaje de Amaro Rodeiro. Este gallego, que no concibe la vida lejos de su terruño, refiere a sus amigos ciertas escenas vividas mientras acompañaba a Ismael Zanón, su antiguo jefe, en sus actividades cinegéticas: 

 

«Muerta estaba, en verdad, la pieza. Pero su muerte era remota. Un sutil lazo de alambre unido a una estaquita le rodeaba el cuello. En la parte que descansaba en la tierra, su cuerpo se había hecho plano; corrían las hormigas por él; un ojo había desaparecido por completo. Podía hacer un día o dos que el animal había exhalado el último suspiro» (pág. 93).

 

Es Rodeiro quien coloca a Sergio en la redacción del periódico republicano «El avance». El director del periódico es Agustín Rosales, uno de los muchos hombres «progresistas» cuyos ideales no se corresponden con sus actos. Además, es este personaje, tan crítico con la tauromaquia, quien protagoniza una escena que, por esperpéntica y sádica, bien podría haber firmado Valle-Inclán o, posteriormente, Camilo José Cela:

 

«Entonces, ¿qué? ¿He de reducirme a la caza inocente de la liebre o de la perdiz?... Yo soy un cazador de sangre; yo debía estar persiguiendo águilas y preparando trampas para los leones. Ahora éste es un país atrasado, donde no hay ni un triste chacal, y no puedo irme al centro de África. Pues seguiré cazando gatos. Al fin, el gato ¿qué es?... El gato es un tigre pequeño. Cuando los acoso, se agazapan, se les hincha el pelaje, bufan como una pantera, brillan sus ojos de furor, como el ascua de mi cigarro… Y saltan sobre mí... Como usted lo oye; saltan sobre mí magníficamente. Es el minuto de mayor emoción… Además, cada gato tiene su manera especial de morirse; no hacen como los conejos, ni como las liebres… Ayer le rompí a uno la espina dorsal… Se arrastraba hacia mí sobre las patas delanteras, maullando, con medio cuerpo vivo y el otro medio inerte, mirándome con la rabia de su impotencia para herirme. Fue emocionante… Palabra de honor…» (pág. 150).

 

A lo largo del texto aparecen algunos otros temas, como, por ejemplo, la no tan fácil vida de los que, como Manuel Souto, eran llamados indianos. Un episodio referente a este último personaje también nos demuestra el modo en el que los sucesos van transformándose, modificándose y confundiéndose en la memoria, por lo que ésta nunca podrá ser histórica.  Por último, no quiero cerrar esta reseña sin hacer alusión a las vívidas descripciones del entorno natural, que, sin lugar a dudas, constituyen uno de los puntos fuertes de esta novela. De hecho, algunos capítulos parecen un claro preludio de El bosque animado (1943), la novela más famosa del autor.  

 

En definitiva, Volvoreta es una bella novela en la que la lengua española se entremezcla con palabras gallegas para ofrecernos «una brizna de ironía, una sonrisa y algunos de esos episodios que todos pueden vivir» (pág. 20). Un libro en el que la vida se desarrolla bajo la indiferente mirada de la Naturaleza, siempre impasible ante los males que conturban al hombre. Y es que, en esa obra gigantesca que es la Naturaleza, los sentimientos y deseos del hombre son «como el estallido de una burbujita en el mar» (pág. 73).  

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