Al borde de un abismo.

 

 

Vivimos inmersos en la era de la inmediatez. Un simple vistazo al contenido publicado en las redes sociales más utilizadas nos sirve para constatar este hecho: «tres libros breves para leer en un día»; «aprende a tocar el piano en siete días»; «cinco trucos para leer más rápido»… El mensaje es evidente: en una sociedad cada vez más digitalizada, todo ha de ser rápidamente consumido –y olvidado–. Por ello, puede que a muchos les resulte inimaginable un viaje por mar de casi un mes de duración, con sus habituales retrasos, sus tediosas esperas y bajo las crudas amenazas de las tempestades, los naufragios y la muerte. Huelga decir que, además, los pasajeros permanecían completamente incomunicados con los familiares y amigos que habían dejado en tierra. 

 

 

En Una ciudad flotante de Julio Verne, novela publicada en 1871, el innominado narrador relata una travesía transatlántica a bordo del Great Eastern, un buque británico que existió en la realidad. Diseñado por el ingeniero Isambard Kingdom Brunel, el Great Eastern fue botado en 1858 y destacó por sus enormes dimensiones. Por ello, el narrador considera que el citado paquebote es «más que un buque: es una ciudad flotante, un trozo de condado desprendido del suelo inglés, que después de haber atravesado el océano, se suelda al continente americano» (p. 11). Como tal ciudad, en el Great Eastern se desarrollan «todos los instintos, toda las pasiones y todas las tonterías del género humano» (p. 12). Así, el rumor del oleaje, entremezclado con los desafinados acordes de los pianos Pleyel, sirve como fondo musical a una serie de amistades, amores, muertes y misterios. Y es que, según cuenta la leyenda, el transatlántico se vio envuelto en una serie de extraños sucesos desde su origen. Por si fuera poco, son varios los pasajeros que manifiestan sentir una inquietante presencia fantasmal.

 

 

Las novelas de Julio Verne se caracterizan por sus fecundas y minuciosas descripciones. En esta ocasión, el escritor francés detalla no solo los aspectos inherentes al Great Eastern (funcionamiento, botadura, decoración, instalaciones…), sino también el trazado urbano de Nueva York y el soberbio entorno de las cataratas del Niágara. Las descripciones de este último paraje son especialmente notables, pues consiguen transportar al lector a la hoy desaparecida Torre Terrapin –el narrador, por cierto, ya vaticinaba el derrumbamiento de tal construcción (p. 162)­– y hacerle imaginar el ruido ensordecedor de las espectaculares cataratas.

 

 

Son varios los temas que aparecen a lo largo de las páginas de Una ciudad flotante, entre los que sobresalen, sin lugar a dudas, las numerosas y disimuladas críticas a la sociedad anglosajona y al protestantismo. Además, se tratan asuntos como la ludopatía, el creciente uso de las máquinas, la percepción subjetiva del tiempo y el auge que la secta mormónica estaba experimentando en la Europa de finales del siglo XIX. Sin embargo, si hay algo que ilustra muy bien esta folletinesca novela es la tradicional tesis del poder regenerador del amor. Y es que, cuando se está al borde de un abismo, ¡cuán necesario es un abrazo!

Comentarios

Entradas populares