Una miríada de culebras negras.

 

Según el diccionario de la lengua española, la palabra «huracán» es una voz taína que designa un «viento impetuoso y temible que, a modo de torbellino, gira en grandes círculos, cuyo diámetro crece a medida que avanza apartándose de las zonas tropicales, donde suele tener origen». Así es Temporada de huracanes (2017), de la mexicana Fernanda Melchor, una novela que te arrastra con fuerza a un torbellino de violencia sin fin; que finalizas sin aliento porque no hay un momento de tregua, porque te hunde en el fondo de unas aguas muy turbias de las que sólo sales empapado de asco y angustia...

 

...Y con asco y angustia encontraron unos niños el cadáver de la Bruja, el cual yacía entre las matas de un cañaveral. Con esta cruda escena se inicia Temporada de huracanes, cuyas páginas nos trasladan a La Matosa para desvelarnos lo que realmente pasó con dicho enigmático personaje, al que los del lugar atribuyeron poderes sobrenaturales y que, fundamentalmente, preparaba tóxicos brebajes destinados a provocar abortos. Quizás por ello, la Bruja, que llevaba una existencia petrificada y se dedicaba a petrificar la vida, se nos muestra en su primera aparición cual Medusa, la gorgona que tenía un matojo de serpientes por cabello y cuyos ojos convertían en piedra a quien osara mirarlos directamente:


«...El rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía» (pág. 12).

 

Sonreía la muerta, aunque en La Matosa ningún vivo lo hace, pues allí solo hay violencia física y verbal, machismo, drogadicción, abusos, prostitución, perversión, corrupción; en La Matosa la sombra del «chamuco» lo invade todo, y la Bruja parece ser su principal representante en aquel lugar. De hecho, su casa está situada a trece kilómetros y medio de ida y trece y medio de vuelta del mercado de la Villa, y cuando alguien le preguntaba a su madre de quién era hija, respondía que del diablo.

 

«Una mujer muy alta y flaca, el manojo de llaves tintineando entre sus manos de palmas pálidas como cangrejos lunares que por momentos asomaban por las mangas negras de aquella túnica que parecía flotar en la oscuridad» (pág. 29).

 

En la oscuridad también viven Yesenia, la Abuela, el tío Maurilio, Luismi, Munra, Chabela, Brando, Norma y muchos otros, todos ellos danzando en un remolino de fatalidad: en los tornados del infierno. Y como un tornado es la escritura de Fernanda Melchor, que articula su novela en ocho grandes párrafos de muy diferente extensión y que se componen de larguísimas frases en las que no aparece ni un solo punto y aparte. Por otro lado, destaca el uso de abundantes palabras propias de la jerga veracruzana, de donde procede la autora, y la presencia de numerosas historias populares, creencias supersticiosas y rituales de hechicería, todo ello sin olvidar el carnaval, ya que estos elementos refuerzan el ambiente inquietante y macabro de toda la novela.

 

Por último, he de decir que una de las escenas protagonizadas por Brando trajo a mi memoria un relato de Edgar Allan Poe: El gato negro (1843). Desconozco si Melchor se inspiró en el autor norteamericano, pero en ambas historias aparecen gatos negros encerrados, para sorpresa de los protagonistas, en lugares aparentemente inaccesibles y, además, los dos felinos lanzan un bramido que parece sacado directamente de las profundidades del infierno: el gato negro como representación del demonio. Así, en Temporada de huracanes podemos leer lo siguiente:

 

«...al llegar al umbral del pasillo se paró en seco al toparse con los ojos amarillos de un inmenso gato negro que lo miraba desde el quicio de la puerta de la cocina, y Brando no sabía cómo había podido meterse el animal ese que lo miraba tan descaradamente, si él mismo había cerrado con tranca la puerta de la cocina (…). De su hocico cerrado comenzó a escucharse un bramido furioso que hizo que Brando diera un paso atrás y pasara la mirada por la superficie de la mesa, rogando que hubiera otro cuchillo ahí encima, y en aquel momento las luces de la cocina y de la casa entera se apagaron de golpe, y Brando supo entonces que aquel animal rabioso, aquella bestia que bufaba en la oscuridad era el diablo, el diablo encarnado, el diablo que por fin venía para llevárselo al infierno» (págs. 205-6).

 

 Y en el relato de Poe:

 

«¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y entrecortada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se convirtió en un grito prolongado, sonoro y continuo, infrahumano. Un alarido, un aullido mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno. Fue una horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación (…). Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo».

 

Si decidís adentraros en esta historia, no creo que seáis capaces de olvidar sus oscuras e impactantes imágenes en mucho tiempo, pues lo que la mexicana Fernanda Melchor nos brinda es una cruda novela cuya lectura abruma y duele. Una novela que obliga al corazón del lector a atravesar toda una Temporada de huracanes.

Comentarios

Entradas populares