Enfocar bien la mirada.

 

No tener prisa...

La española Carmen Martín Gaite se basó en el tradicional cuento de «Caperucita Roja», ampliamente difundido por Charles Perrault y los hermanos Grimm, para escribir Caperucita en Manhattan (1990), una breve e interesante novela editada por Siruela. El narrador omnisciente nos cuenta la historia de Sara Allen, una pecosa niña de diez años que vive en Brooklyn junto a sus padres. Sara se nos muestra desde el primer momento como una niña ensoñadora y aventurera, un carácter muy diferente al de aquellos otros niños «que siempre están metidos en sus casas viendo la televisión».

 

La novela se articula en dos partes. En la primera, titulada «Sueños de libertad», el narrador presenta el entorno familiar de Sara y detalla cuál es el anhelo más profundo de esta imaginativa niña: escabullirse de los férreos dictados de su sobreprotectora madre para recorrer en solitario las calles de Manhattan. Estas ansias de libertad están motivadas no solo por el carácter de su progenitora, sino también por el ejemplo de su abuela –una antigua estrella de music-hall– y, sobre todo, por los libros que le envía un misterioso hombre llamado Aurelio Roncali. 

 

En la segunda parte, que lleva por título «La aventura», cobran gran importancia elementos como un impermeable de hule rojo, una cesta, una deliciosa tarta de fresa y la célebre Estatua de la Libertad.  Es ahora cuando aparecen en escena dos personajes tan entrañables como fundamentales: miss Lunatic, una anciana harapienta que ayuda a los desesperados a recuperar su firmeza, y Edgar Woolf, un importante empresario conocido como «el Rey de las Tartas». No quisiera desvelar más detalles de la trama por lo breve de la narración, pero sí puedo decir que todos los personajes y sus respectivas historias irán confluyendo poco a poco hasta fundirse en un final con aire de cuento de hadas y reminiscencias de Alicia en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll. 

 

 

Disfrutar del camino...🌷

 

Son muchas las reflexiones que encontramos entre las páginas de Caperucita en Manhattan, una novela rebosante de frases memorables. Por ejemplo, nos habla sobre la profunda alienación de la vida en la gran ciudad. Así, en el capítulo tercero se compara a los hombres, de forma tan sugerente como expresiva, con «pájaros disecados», esto es, que carecen de la potencia de volar: más que vivir, sobreviven. Evidentemente, y aunque miss Lunatic manifieste lo contrario, el dinero es imprescindible para vivir: el problema radica en que se ha convertido prácticamente en la única meta de nuestra existencia «y nos impide disfrutar del camino por donde vamos andando».

 

¿Y cuál es ese camino? ¿Qué significa «vivir»? En palabras de miss Lunatic, consiste en:

 

 

no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse… He conocido a mucha gente a lo largo de mi vida y créanme, en nombre de ganar dinero para vivir, se lo toman tan en serio que se olvidan de vivir.

 

 

Sara Allen tiene claro lo que no quiere: afirma que jamás le dará a sus hijos tarta de fresa, postre que simboliza para ella su sometimiento a las directrices de una madre sumamente absorbente. Relegada casi siempre a la soledad de su habitación, nuestra pequeña protagonista ni siquiera tiene libertad para mirar a los pasajeros del metro cuando viaja con su madre. Por ello, Sara siente que no puede hacer nada de forma autónoma y ansía escaparse para conquistar, al menos, una porción de libertad. Sin embargo, para vivir no podemos evadirnos de la realidad y trasladarnos al reino de las ilusiones, porque, como dice Juan Rulfo en Pedro Páramo, «eso cuesta caro». Lo que no comprende Sara es que la libertad no es posible en la nube de los sueños –incluso el gato de su admirada abuela se llama «Cloud»– ni al margen de una sociedad organizada políticamente. Por este motivo, la niña de Brooklyn se siente decepcionada cuando los protagonistas de sus novelas favoritas abandonan un ideal mundo de ensueño para regresar a la realidad:

 

 

Sara también se fiaba de él, no le daba ningún miedo, era imposible que un animal tan simpático se pudiera comer a nadie. El final estaba equivocado. También el de Alicia, cuando dice que todo ha sido un sueño, para qué lo tiene que decir. Ni tampoco Robinson debe volver al mundo civilizado, si estaba tan contento en la isla. Lo que menos le gustaba a Sara eran los finales.

 

 

Evidentemente, a Sara no le gustan estos finales porque no quiere enfrentarse a la realidad, sino evadirla por todos los medios posibles –por ejemplo, dedica parte de su tiempo a inventar nuevas palabras denominadas «farfanías»–. A este respecto, no parece casual el que decida estrenar el cuaderno que le regala su padre escribiendo las palabras río, luna y libertad. La niña anhela fervientemente que la corriente del agua la conduzca a la libertad, pero en ese camino se interpone la luna, que no brilla con luz propia: su libertad se convierte así en un espejismo, en una ilusión que se diluye en los misterios de la noche; su libertad es una apariencia, un engaño.

 

Para afrontar la realidad y vivir plenamente, miss Lunatic señala tres factores indispensables: el valor de la experiencia, la capacidad de vencer el miedo y la importancia de afrontar la desgana. Según la peculiar anciana, solo así podremos encontrar nuestro camino en el laberinto, con sus cambios incesantes, de la vida:

 

Y no dudes una cosa –le dijo miss Lunatic–. No hay que mirar nunca para atrás. En todo puede surgir una aventura. Pero ante las ansias de la nueva aventura, hay como un miedo por abandonar la anterior. Plántale cara a ese miedo.

 

 

La singular miss Lunatic ofrece una receta para vencer el miedo, una perturbación que solo sirve para conducirnos a callejones sin salida:

 

 

Claro que hay otra forma de espantar, pero no es propiamente una receta, porque tiene que poner mucho de su parte el paciente. Consiste en pensar: “A mí esto que me asusta no me va ni me viene”, algo así como ver de lejos lo que le está dando a uno miedo, para que se desdibuje.

 

 

También posee una fórmula para afrontar la desgana, que nos empuja por la pendiente de las ideas negativas:

 

 

“Si caes en el pozo, estás perdida –le dijo aquella voz interior–. Porque una vez allí, ya no ves nada, lo sabes de siempre”. Sí, lo sabía. Y también que no ver nada era dejar de vivir. Había una fórmula que no le solía fallar: lograr que la cabeza tomara el control de la situación y le mandara al cuerpo enderezarse, no andar encogido. Y a los ojos enfocar bien la mirada.  

 

 

Pero para lograr superar la desgana y nuestros miedos, para poder calmar las neurosis que nos acechan, necesitamos, sobre todo, un interlocutor. Esta necesidad del interlocutor es un tema clave en las obras de Carmen Martín Gaite, quien, de hecho, publicó un libro de ensayos titulado La búsqueda de interlocutor (1973) y que actualmente edita Anagrama. En una entrevista realizada por el periodista Joaquín Soler Serrano para el programa A fondo de TVE, emitido en abril de 1981, la escritora salmantina afirmaba:

 

 

En el momento en que hay alguien con quien puedes hablar, para mí que se quiten el cine, el teatro, los viajes y hasta, incluso, placeres más fuertes (…). Si uno tiene realmente muy claro que lo que (…) realmente motiva todas las neurosis del ser humano es lo mal que habla con sus semejantes, buscaría con más ahínco la forma de encontrar una pasarela entre tú y los demás.

 

 

 


 

Así, tanto miss Lunatic como Gloria Star, la abuela de Sara Allen, inciden en varias ocasiones en la necesidad de escuchar para adquirir experiencia, de contar las cosas para que la memoria no se oxide, pero siempre con tiempo porque «lo que vale la pena siempre es largo de contar» y «no hay nada como una buena conversación y no tener prisa para que sepan ricas las cosas».  Y así, todas esas conversaciones y recuerdos del otro pasan indefectiblemente a formar parte de uno, a enredarse «como serpentinas de oro (…), impidiéndole borrarse en el olvido».

 

En definitiva, Caperucita en Manhattan es una novela ágil y breve protagonizada por personajes entrañables. Un cuento tradicional actualizado por la inventiva y la gran capacidad narrativa de Carmen Martín Gaite, quien nos transmite un mensaje que no hemos de olvidar. Un libro muy recomendable tanto para un público juvenil como adulto.

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