Si buscas un libro con
grandes dosis de humor negro y absurdo, El hombre que compró un
automóvil (1932) puede que te interese. En él, Wenceslao Fernández
Flórez nos presenta a Jorge Díaz, un oficinista un tanto anodino
que ya desde el primer capítulo se nos muestra como un Robinson
Crusoe: aislado en una pequeña isla de asfalto, de la cual no puede
salir porque está rodeado de un océano de tintes metálicos; de un
océano dominado por el automóvil, ese «instrumento mortífero» y
veloz. El protagonista se niega a ir con los tiempos modernos –le
tildan de «peatón recalcitrante»–, pero llega un momento en el
que ya no puede más: diversos episodios fracasados de su vida,
incluyendo los amorosos, podría haberlos evitado si hubiera
dispuesto de un automóvil, el mayor signo de modernidad –«los
automóviles son las piernas de los hombres modernos. Si no tienes un
coche, no eres nadie»–.
A través de esta
historia, rebosante de exageraciones, sarcasmo e ironía, el lector
podrá advertir una afilada crítica a esa sociedad moderna en la que
lo malo se vende por bueno. Por ejemplo, pone en entredicho la
calidad de las construcciones modernas, a través de cuyas paredes,
que parecen de pergamino, se escucha todo –el episodio de los
terrores nocturnos de Malvina bien podría tener lugar hoy– . De hecho, el espesor de las
paredes es tan ínfimo que cualquiera puede hacer daño a su vecino
al intentar fijar un clavo, pequeña pieza metálica que puede ser la
responsable, asimismo, del derrumbamiento del edificio. Por si esto
fuera poco, el frío era terrible en estos pisos irrisoriamente
pequeños, por lo que el narrador los califica, muy mordazmente, como
nichos. Además de los edificios en la ciudad, el lector también
puede advertir una crítica a las construcciones en las afueras, que
se venden como zonas boscosas –de un sólo árbol, claro– y
en las que hasta un caracol quiere suicidarse; unas casas que, a poco
que sople el viento, volarán como lo hizo la casa de Dorothy en El
mago de Oz. Eso sí: los vendedores ofrecen «toda clase de
facilidades para pagar aquella adquisición en noventa y nueve
años»...
La industrialización
produjo un ingente movimiento de gentes del campo a la ciudad, lo
cual fue aprovechado, evidentemente, por empresarios y especuladores
sin escrúpulos. Además de un aumento significativo de
construcciones, la industrialización también trajo consigo unas
abusivas condiciones laborales, incluyendo el trabajo infantil
–escenas de los hijos del portero y de los muchachillos que
trabajan en las empresas automovilísticas–. Pero el narrador
también nos muestra que a los políticos poco les importa esta
situación y que solo buscan el aplauso fácil del público sin hacer
realmente nada para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos –es
muy significativa la escena en la que un político va a aleccionar a
los obreros que trabajan en un edificio en ruinas–. Al hilo de esto
último, se hace alusión al enchufismo en el episodio del examinador
del carné de conducir, un hombre que no tiene la más mínima idea
de manejar un coche, pero al que esta básica condición no le hace
falta: es el hijo de un político. Otro de los puntos que se trata en
la novela es el de los métodos agresivos y abusivos de venta –más
actualidad–, y el de las muertes provocadas por los automóviles,
artilugios que, de la noche a la mañana, adquirieron la condición
de indispensables.
En el «Colofón
fantástico», Fernández Flórez plantea una futurista historia en
la que reflexiona sobre si la cada vez más perfeccionada tecnología
nos puede conducir al más absoluto desastre. La tecnología debe
estar al servicio del hombre y no contribuir ni a su deshumanización,
ni a la destrucción del planeta: la tecnología debe estar
«domesticada». Todo ello me recordó a los planteamientos que
Miguel Delibes expuso en «La idea del progreso desde mi obra», que
fue su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1975. El
autor finaliza señalando que, como del futuro nada está excluido
–futuro que no deja de ser, en definitiva, el encontronazo con la
muerte–, se contenta «con saborear los sucesivos segundos del
presente, que es, al fin, la única manera de vivir la vida».
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