Una almita sedienta de ternura.

Mi planta de naranja-lima (1968), del escritor brasileño José Mauro de Vasconcelos, es una historia muy dura, pero cuyo protagonista, el pequeño Zezé,  no deja de conquistar las almas de los lectores con su especial sensibilidad, inteligencia y ternura. Leí capítulo tras capítulo con un nudo en la garganta y finalicé la novela llorando a mares. 

 

Porque la de Zezé es la historia de un niño demasiado pequeño para saber y entender tantas cosas tristes; de un niño que tiene que crecer en un entorno muy pobre donde nadie comprende su sensibilidad ni que, en definitiva, es un pequeño de tan solo cinco años. Por ello, no paran de reprenderlo y maltratarlo, lo cual siembra en Zezé la creencia de que es un niño malo en cuya alma habita el diablo.

 

Sin embargo, lo único que ocurre es que su alma está sedienta de ternura: el vacío que siente es tan grande que tiende a resguardarse en mundos de fantasía, llegando a hacerse amigo de un árbol al que llama Minguito. Pero su pequeño corazoncito es lindo y bondadoso, y sus pequeños actos así lo demuestran. Resultan tremendamente entrañables todos aquellos momentos en los que Zezé le regala una flor a su maestra, Cecilia Paim, porque ningún otro alumno lo hace; en los que comparte su exigua merienda con una niña del colegio a la que todo el mundo discrimina por su color de piel.

 

Me emocionó muchísimo la relación de Zezé con el Portuga, el adinerado Manuel Valadares por el que todos sienten una especie de recelo. Zezé descubrirá que las apariencias engañan y que el Portuga es una gran persona capaz de hacerle sentir «un sol de felicidad dentro de mi corazón» (p. 118). ¡Qué relación tan bellísima y triste al mismo tiempo!

 

Mientras escribo estas líneas, vienen a mi memoria ciertos pasajes en los que los ojos se me nublaron de lágrimas. Y es que Mi planta de naranja-lima es un libro sobre la tristeza y el dolor de quienes no pudieron ser infantes por las crueles e injustas circunstancias que les rodearon.