La loca de la casa.


Para la española Rosa Montero, la escritura y la pasión amorosa son dos formas muy similares de enfrentarse a la muerte. El novelista se desdobla en sus personajes, en las vidas de muchos otros: su existencia se multiplica, al igual que el enamorado se siente fuera de sí, completamente alienado con la imagen del ser amado. Es el afán de continuidad, de eternizarse, de dar la espalda al pavoroso e irremediable final que se cierne sobre los seres humanos. Montero traslada esa preocupación, por ejemplo, a los androides que pueblan su novela Lágrimas en la lluvia (2011): ¿no persiguen quienes hacen uso de memorias adulteradas –y, en la vida real, de otras sustancias– ese mismo anhelo? Dichas memorias adulteradas o memas están creadas por escritores profesionales, quienes se basan en elementos de la realidad avivados por el fuego de la imaginación, facultad esta última a la que santa Teresa de Ávila designó con la bella metáfora de «la loca de la casa» y que Montero utiliza para intitular un escrito que transita entre el ensayo, la novela y la –falsa– autobiografía.


Publicado en 2003, La loca de la casa es un libro sobre el arte de narrar, que Montero considera, siguiendo la estela de Carmen Martín Gaite, como «el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos» (p. 8). Esto nos revela varios aspectos:


  • El ser humano es una criatura fabuladora por naturaleza. Aunque dicha tendencia a imaginar la vida propia y las de los otros esté más desarrollada en los escritores, no es exclusiva de los mismos: la fabulación es la base de la novela... y de las habladurías, entre otras cosas. Por ello, la autobiografía siempre contiene grandes dosis de imaginación, lo cual Montero no sólo explica, sino que también ejemplifica mediante la historia de M. –mismos ingredientes, diferentes narraciones–.

 

  • Toda persona necesita un interlocutor en el que depositar su narración, una necesidad que, evidentemente, se exacerba en el literato y que, si no ve satisfecha, le conduce a la frustración.

   

  • Los recuerdos son volubles, cambiantes, y surgen en nuestra memoria sin orden ni concierto. Como afirma la autora, «la loca de la casa, inquilina hacendosa, limpia los salones de recuerdos para estar más ancha» (p. 210) –esto es lo que hace que la memoria no pueda ser histórica: el historiador ha de utilizar el entendimiento y la razón para confrontar las diferentes memorias, de modo que la historia no deja de ser la destrucción de la memoria psicológica–.


Aunque todo esto me pareció muy interesante, otras ideas expresadas en el libro no me convencieron. Por ejemplo, denoté cierta persistencia del mito del artista como un ser incomprendido, atormentado, con tendencias autodestructivas y sumergido en el mundo de las drogas y del alcohol. La autora cita algunos ejemplos que se adscriben a esa descripción, pero a lo largo de la historia también existieron innumerables y magnos creadores que llevaron vidas equilibradas y saludables. De hecho, la estabilidad emocional y mental puede potenciar la capacidad creativa de una persona, permitiéndole expresarse de manera más auténtica y profunda.


Tampoco creo que tenga mucho fundamento esa visión del artista como una especie de médium (p. 22), ni la idea de que el pensamiento racional destroza la creatividad, es decir, que lo que debe hablar en el artista es el «inconsciente» (p. 47). Si, en palabras de la autora, la creatividad «es una fuerza que debe fluir tan libre como el agua y abrir sus propios caminos, sin que en ello intervengan ni el conocimiento ni la voluntad» (p. 47), ¿cómo escribe? Para empezar, ya está utilizando el conocimiento de una lengua –la española, en este caso–, que es la que le brinda la oportunidad de expresar sus ideas. Y el pensamiento racional es el que le permite construir sus narraciones, que adoptan unas características y una forma muy concretas tras un proceso de escritura lento y laborioso. De hecho, la propia autora afirma, en el capítulo dieciséis, que la creatividad se gana a base de esfuerzo: «pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon y de los brownies, siempre te lo ganas a base de esfuerzo» (p. 202). El talento del artista genial siempre se erige, por tanto, sobre una base de aprendizaje y trabajo previos: Stravinsky no podría haber compuesto La consagración de la primavera si antes no se hubiese dedicado al aprendizaje del solfeo, la armonía, el piano y un sinfín de disciplinas previas. Sin todo ello, no hay inconsciente que valga. Y, después de eso, lápiz y goma: escribir, borrar, reescribir, e incluso desechar y volver a empezar una nueva idea. La creación artística es sumamente racional. Por otro lado, la autora comenta que la calidad de una obra literaria –artística, por extensión– es subjetiva y difícil de mensurar (p. 92), cuando sí existen criterios que nos permiten determinar el valor artístico de un libro, una pieza musical o un lienzo. ¿No son la armonía, la melodía, la orquestación... criterios para valorar objetivamente una obra musical? Otra cosa es que al oyente le guste más Schumann que Brahms: ahí ya entramos en el terreno de las preferencias personales.

Voy a finalizar aquí mi diálogo -en el blog, porque mi memoria seguramente arrojará, cuando menos me lo espere, ideas, recuerdos y otros pareceres– con La loca de la casa, un libro en el que Rosa Montero hace gala, una vez más, de esa prosa llana y cautivadora mediante la que siempre conecta tan bien no sé si con todos los lectores, pero sí conmigo. Un escrito sobre el arte de la palabra, ese hermoso artefacto que sirve para enfrentarse a la muerte, para pensar y para combatir ciertos fantasmas. Porque las palabras pueden ser bellas y sanadoras, pero también extremadamente nocivas.


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