Una habitación propia.


Quizás lo que más me fascinó de Una habitación propia (1929) son las estampas cotidianas en las que Virginia Woolf condensa, de forma poética y fluida, las ideas fundamentales del ensayo. De este modo, el lector que se adentre en sus páginas inmediatamente se verá transportado a los céspedes de Oxbridge, donde observará cómo una mujer, la cual parece inmersa en profundos pensamientos, es expulsada del césped por parte de un bedel. Parece que no tiene permitido permanecer en el césped, ni tampoco acceder a la biblioteca si no es acompañada de un fellow: debe volver al sendero previamente trazado, al lugar reservado para las mujeres, y así es muy difícil desplegar las alas de la imaginación.

He aquí el tema central del ensayo, el cual está basado en dos conferencias que la autora impartió en octubre de 1928 en la Sociedad Literaria de Newham y la Odtaa de Girton: para conquistar la libertad intelectual, para poder hundir hondamente la caña del pensamiento en la corriente, la mujer necesita tener independencia económica y un espacio propio. A través de ejemplos históricos y ficticios, la autora detalla el modo en el que las mujeres han sido sistemáticamente excluidas de los círculos literarios y educativos, sin oportunidad alguna de desarrollar todo su potencial creativo. Esto, unido a la falta de recursos materiales y a la constante interrupción ocasionada tanto por las labores domésticas, como por la carencia de un cuarto propio, explicarían, según Woolf, el más limitado alcance de la escritura femenina en comparación con la producción masculina.

Virginia Woolf también llama la atención sobre el papel de las mujeres en los relatos históricos, donde siempre parecen relegadas a roles secundarios o son, simplemente, ignoradas. Por ello, cree oportuno «sugerir a los estudiantes de aquellos colegios famosos que reescribieran la Historia» (p. 64) con el objeto de rescatar a mujeres significativas del olvido, reivindicando así su contribución a la sociedad y darles, por ende, el lugar que les corresponde en la narrativa histórico-cultural. Para la autora esto es sumamente importante, sobre todo cuando acude a la biblioteca y los únicos textos que encuentra sobre mujeres –escritos por hombres– sonrojan a cualquiera. Según recoge Woolf, el compositor escocés Cecil Gray (1895 – 1951), ya en el siglo XX, declaraba que «una mujer que compone es como un perro que anda sobre sus patas traseras» (p. 76). Con afirmaciones tan bochornosas, no es extraño que la británica sostenga que es «mejor dejar sus libros cerrados» (p. 44), pues las dotes –intelectuales y creativas– no se pueden «pesar como el azúcar o la mantequilla» (p. 142). Dado el olvido antes mencionado, Woolf no deja de reivindicar a los pocos pero importantes pilares sobre los que las escritoras británicas pudieron erigir sus obras literarias: las dramaturgas Aphra Behn (1640 – 1689) y Joanna Baillie (1762 – 1851). En palabras de Woolf, «sin estas predecesoras, ni Jane Austen, ni las Brontë, ni George Eliot hubieran podido escribir» (p. 91).

Concluye su ensayo invitando a su audiencia a la acción, ya que «lo que importa es que escribáis lo que deseáis escribir» (p. 143). Por supuesto, también se dirige al bedel del inicio, representante de una sociedad –británica en este caso– que siempre relegó a la mujer a un segundo plano:

«La literatura está abierta a todos. No te permitiré, por más bedel que seas, que me apartes de la hierba. Cierra con llave tus bibliotecas, si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente» (p. 104).

En definitiva, Una habitación propia es un manifiesto en favor de la libertad, el arte y la igualdad. A través de su prosa perspicaz, Virginia Woolf desafía las ideas preconcebidas sobre el género y la creatividad, reivindicando el papel de las mujeres como escritoras con voz propia. Un ensayo cuya importancia dentro de la literatura radica en su capacidad para abrir un diálogo crítico sobre la situación de las mujeres en la cultura y la sociedad.




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